CONTRATAPA › DESDE EL PRIMER PERONISMO
› Por Mario Rapoport *
Una de las películas más conocidas de James Bond se titulaba Desde Rusia con Amor. Ese film de espionaje se refería a la época de la Guerra Fría y a un país que en aquel entonces, luego de la revolución bolchevique de octubre de 1917, se llamaba la Unión Soviética, el gran enemigo del capitalismo occidental. Todo eso terminó con la caída del Muro de Berlín. Hoy en Moscú y en San Petersburgo, salvo en sus magníficos subtes, y en algunos museos, la mayoría cerrados o restringidos para su visita, no se ven ya los iconos de la revolución que conmocionó al mundo.
La nueva Rusia, es ahora una potencia capitalista hecha y derecha y la pérdida de las antiguas repúblicas soviéticas las ha compensado con una clase política y económica, surgida de las cenizas del gigante caído junto al muro de Berlín. Con la base de sus inmensos recursos naturales e industriales, una visión geopolítica que resurge de la época imperial de los zares y de la extinta superpotencia soviética, que algunos creían de roca pero resultó de barro, Rusia está mostrando su intención de tallar nuevamente en América latina como lo intentó varias veces en el pasado, aunque ya no contando entre sus fines, ideologías revolucionarias. Luego de la Segunda Guerra Mundial, salvo el caso de Cuba, las relaciones económicas y comerciales se conjugaban con su intento de ganar un espacio en el continente en su enfrentamiento con Estados Unidos.
Estos acuerdos actuales con la Argentina tienen, así, una larga historia, proveniente, en especial, del primer peronismo, que buscaba, a su vez, como ahora el gobierno de Cristina Kirchner, abrir nuevos espacios en el mundo que lo hagan menos dependiente del capitalismo norteamericano. Cierto que la situación era distinta, se estaba entonces en el marco de una incipiente Guerra Fría. Ahora la nueva versión del mundo globalizado, sin enemigos ideológicos pero sí competidores políticos y económicos, vuelve a replantear la cuestión de obtener recursos que no provengan del norte cercano y darnos al mismo tiempo mayores márgenes de autonomía en política internacional. Recordemos los hechos de aquella primera aproximación.
Ya desde 1945 el gobierno argentino, a través del vicepresidente Perón, inició contactos directos con funcionarios soviéticos a pesar de la posición oficial de Moscú mantenida en la Conferencia de San Francisco. En ese cónclave, que daría origen a las Naciones Unidas, Molotov, el ministro soviético de Relaciones Exteriores, se opuso, sin lograrlo, a la participación argentina en la naciente organización.
No todo quedó allí, aquellas conversaciones, que se mantuvieron secretas, desembocarían en el establecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países. Una vez electo Perón como presidente se produjo el arribo a Buenos Aires de una misión comercial soviética y, finalmente, el 6 de junio de 1946, se anunció en forma simultánea en Moscú y Buenos Aires el establecimiento de relaciones diplomáticas, consulares y comerciales entre la URSS y la Argentina.
Pero esas relaciones hasta 1952 fueron escasamente fructíferas. Varios elementos desfavorables contribuyeron a los magros resultados: la falta de disposición soviética a entablar negociaciones comerciales puntuales sin la previa firma de un amplio convenio comercial, la rúbrica argentina al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca en 1947 y las trabas que las autoridades soviéticas ponían a los desplazamientos del embajador argentino Federico Cantoni.
Sin embargo, un repentino viraje en la política exterior soviética facilitó el fortalecimiento de los vínculos económicos con la Argentina. Desde 1952, antes de la muerte de Stalin, la mayor distensión que sucedió a la guerra de Corea y las necesidades de su propio desarrollo económico, impulsaron al gobierno de Moscú a jugar un rol más activo en los mercados mundiales.
En 1946, el más influyente economista soviético de la época (aunque de origen húngaro), Eugenio Varga, en el libro Cambios en la economía capitalista después de la Segunda Guerra Mundial sostenía la tesis de que una nueva guerra en el mundo capitalista no era inevitable, como se creía en Moscú hasta entonces, y que el sistema capitalista podía remontar sus crisis en forma pacífica, no como ocurrió con la depresión de los años ‘30. Al mismo tiempo, también expresaba, como el nombre del libro lo indica, que el experimento económico de Moscú estaba ya en problemas, y necesitaba con urgencia para su propio desarrollo materias primas y bienes de capital, lo que llevaba a un pragmatismo que chocaba con principios ideológicos o teóricos y obligaba al país a salir de su propio encierro. En ese sentido fue fundamental la Conferencia Económica Internacional que se celebró en Moscú en abril de 1952, convocada por el Congreso de Partidarios de la Paz, reunidos el año anterior en Copenhague.
El entonces embajador argentino en la URSS, Juan Otero, señalaba en un telegrama al canciller Remorino, el 16 de abril de 1952 que “la parte sustancial de la Conferencia [...] está radicada en que aconseja que todos los gobiernos deben ayudar a los representantes del mundo de los negocios [...] y facilitar el intercambio de mercancías (con Moscú). Coincidiendo con esta afirmación un memorándum de la embajada británica en Buenos Aires sostenía que el objetivo de la Conferencia era “asegurar la participación de tantos economistas, industriales y hombres de negocios del Oeste como sea posible” (British Embassy, Memorándum, 14 de marzo de 1952). En la Conferencia estaban representados 49 países, y entre ellos una nutrida delegación de la Argentina.
Este cambio en la política soviética coincidió con otros igualmente importantes en la situación económica y política y en la posición internacional de la Argentina. Las dificultades en la balanza de pagos local –con un fuerte déficit comercial en 1951 y 1952– obligó al gobierno peronista a cambiar la política económica y a reorientar su política exterior. Entre enero y agosto de 1953 se reabrieron las negociaciones diplomáticas y comerciales con la Unión Soviética. El episodio más relevante de esas negociaciones fue la entrevista, el 7 de febrero, entre el premier soviético, Stalin, y el nuevo embajador argentino en Moscú, Leopoldo Bravo, la primera concedida por entonces a un representante de un país latinoamericano. Ni la muerte de Stalin el 5 de marzo de ese año, un mes después de la entrevista, detuvo esas negociaciones, que continuaron a toda marcha.
Como corolario, el 5 de agosto se firmaba en la capital argentina un convenio comercial que constituía uno de los primeros que concertaba la URSS con naciones no comunistas e inauguraba los que suscribiría con un país latinoamericano. Para el gobierno peronista, el convenio se encuadraba dentro de los postulados de la Tercera Posición en tanto buscaba transitar un camino propio respecto de la opción que presentaban las dos superpotencias. Frente al líder del mundo occidental y su socio principal –los Estados Unidos–, la Argentina trataba de ganar espacios de maniobra y contrabalancear el acercamiento con el país del norte mediante el convenio con la URSS. Disipada la posibilidad de una tercera guerra mundial, luego de la crisis de Corea, se abría la posibilidad de incrementar el juego pendular sin renunciar a la adhesión a Occidente.
En un informe secreto de la Cancillería, Historia de las negociaciones de la URSS, D.E. Anexo 1953, donde se narraban las negociaciones con la URSS, se establecía que aplicaría un tratamiento de estricta reciprocidad, donde “se estudiarían y resolverían con total benevolencia las propuestas que cada una de las partes deseara presentar a la otra tendientes a facilitar y estrechar las relaciones económicas”. “Si bien no se ha establecido el monto total del intercambio –afirmaba el memorándum– que se estimaba, (...) teniendo en cuenta la tendencia de los precios, podrá oscilar alrededor de los 150 millones de dólares, de los cuáles 30 millones corresponden a adquisiciones de bienes de capital por parte de la República”. Otra parte esencial sería la importación del petróleo y sus derivados, materias primas de productos industriales y materiales para la explotación ferroviaria. Por otro lado, el informe señalaba que “hasta el advenimiento del actual gobierno, la línea clásica de nuestro comercio exterior estuvo casi siempre inclinada hacia la modalidad colonial de intercambio con mercados únicos”.
La exposición industrial soviética realizada en Buenos Aires en 1955, la primera de ese tipo que se hacía en América latina, fue la culminación de este proceso que se vio interrumpido con la caída de Perón. El convenio quedó sin completarse aunque las relaciones diplomáticas no se rompieron, mientras se enviaban varias misiones a la Unión Soviética con los gobiernos de la Revolución Libertadora y de Frondizi, y se alcanzaba una mayor fluidez comercial con el de Illia. Con el gobierno militar de Levingston se formalizó un nuevo convenio y, luego, se incrementaron los vínculos de todo tipo, diplomáticos, políticos y económicos, durante los gobiernos de Cámpora y nuevamente Perón, donde jugó un rol importante el ministro de Economía, José Ber Gelbard, que encabezó una nutrida misión a Moscú recibida con honores por los jerarcas del Kremlin.
Lo más curioso vendría con la última dictadura militar, de 1976 a 1983, cuyo terrorismo de Estado y una ideología notoriamente anticomunista, no le impidió hacer de la Unión Soviética el principal mercado de los productos agrícolas argentinos, negarse a participar en el embargo cerealero que Estados Unidos estableció contra Moscú por la invasión a Afganistán, y pedir en vano el apoyo diplomático soviético contra Gran Bretaña en las Naciones Unidas en el momento de la Guerra de Malvinas.
El nuevo acuerdo firmado por el gobierno actual no representa una vuelta de tuerca más en esas ambiguas relaciones sino el intento de un definitivo afianzamiento de las mismas sobre nuevas bases.
* Profesor emérito de la UBA. Director de la Maestría en Historia Económica, UBA.
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