CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Vayamos por partes, la disección debe ser quirúrgicamente muy precisa, porque en estos casos lo que se evalúa o subraya es un aspecto parcial pero significativo, de modo tal que opere sobre al todo: el todo de los protagonistas, el todo del equipo respectivo y del partido en sí.
No pretendemos la serenidad de Rembrandt en la famosa lección en que todos miran y uno yace, pero acaso sí la perspectiva del flemático Robert Burton a la hora de analizar –aquí no ya la melancolía sino la pasión corporizada– con razonada minucia, qué se pudo observar ayer en la sudorosa, hiperpoblada gramilla de la Bombonera y adyacencias a la línea alguna vez de cal.
Con enumerar qué pasó –en momentos precisos– con el ayer intacto pelo de Osvaldo, con los tres dedos rotundos de Sánchez, con el inoportuno tobillo izquierdo de Chavez, con los párpados caídos de Vangioni y de Monzón, o los alrededores de la nuca de Meli tendríamos una muestra seleccionada de diferentes y determinantes momentos del partido. Pero vamos a elegir sólo dos ejemplos, y sacados del borde.
Hay que señalar primero los avatares del entrecejo del Vasco Arruabarrena, que no suele relajarse. La sostenida actividad de tensión / distensión de los dos / tres pliegues verticales que decoran la cara del lateral devenido técnico (el camino más corto: apenas saltar la raya y sentarse) fueron el indicador, una especie de arrugómetro, si cabe, que acompañó la hora y media de partido e indicó el grado de intensidad del juego y el impacto que operaba –come rain or come shine– sobre el responsable táctico de Boca. La distensión final (tres líneas blancas verticales anchas en un entrecejo liso), más los ojos de apertura mínima por acción de las mejillas empujadas hacia arriba por las comisuras finalmente liberadas en 45 grados hacia ambos lados de la cara indican mejor que cualquier estadística o tablero numeral, que Boca ganó bien. Y le hizo bien a él que Boca –con sus cambios a favor del juego– ganara.
Mutatis mutandis, sólo cabe consignar la parálisis facial que aquejó al criterioso –nunca más muñeco que ayer– Marcelo Gallardo, a lo largo de todo el partido, sin incurrir en sonrisa distendida de apertura ni en mueca de dolorosa contrariedad ulterior de cierre, y que indica probablemente una explícita voluntad de contención. Su actitud de observador acaso preocupado pero básicamente inexpresivo, expectante sin ansiedad aparente, se corresponde muy a las claras con su actitud táctica: no mostrar ni juego ni cartas ni intenciones, esperar y ver qué pasaba. Cuando con casi más de dos tercios de los minutos adentro decidió, ante el barullo rival generalizado, que era el momento de hacer un gesto a la espera de un festejo –poner a Pity Martínez y al amuleto Cavenaghi: intentar ganar– el gestuario se le recongeló, ya definitivamente empedernido. Debe ser digno de atención de los estudios estadísticos más avanzados poder consignar la suma total de los músculos faciales que Gallardo no utilizó a lo largo de todo el encuentro. Un dato: no se le vieron los dientes durante toda la transmisión. Ni sonrisa ni gruñido; todo pasó como si nunca hubiera empezado a pasar.
En un partido en que los más conmovidos fueron los sufridos palos / caños sometidos a precisos pelotazos, las mil caras del fútbol se concentraron en dos. Y fueron dos gestos a cero.
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