Mar 05.05.2015

CONTRATAPA

Homo Don

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO Falta poco para el final y Rodríguez prefiere adelantarse, pensar ahora, quitarse la etiqueta y la marca de encima y pasar al siguiente spot, hasta el infinito y más allá. Pero no ascendiendo a los cielos sino cayendo desde lo alto de un edificio, como en esos títulos de entrada. Así que (mientras los mellizos Fagliacce-Stein, desesperados porque faltan apenas dos episodios para el adiós, corren por Tangoz aullando en su extraño dialecto “¡Locos lindos!... ¡Minas! ¡Faso! ¡Whiscacho! ¡No te piantes, Don!”) Rodríguez toma notas sobre sus sensaciones acerca de Mad Men: serie a la que acompañó para que lo acompañe a lo largo de los últimos años. Años cada vez más cortos, cortos como todas esas publicidades cortas que, son tantas entre bloque y bloque de serie, que se convierten en una publicidad tan larga.

La vida es una campaña que fluye y cada persona es un producto al que tarde o temprano se agota y se discontinúa.

DOS Y, ah, qué raro que es esto de que las series de tv sean la supuesta gran fuerza creadora e inspiradora de estos tiempos. Las series, para los jóvenes, ocupando el sitio que alguna vez tuvo la música. Las series como tema de conversación superando al clima y a la familia y al fútbol. Y, sí, incluso Rodríguez se dejó llevar. Pero no al punto de andar repitiendo por ahí ese slogan de “si Shakespeare viviera estaría escribiendo para la HBO” o aquello otro de “la Gran Novela Americana se escribe ahora para la televisión”. No. Pero Rodríguez (quien la otra noche soñó con que la AMC estrenaba una adaptación de Ada, o el ardor de Vladimir Nabokov a cargo de Wes Anderson) no niega ni se niega el haber disfrutado en su momento bastante con Los Soprano; mucho con A dos metros bajo tierra y Battlestar Galactica; un poco demasiado con The Wire (Rodríguez, viendo ese video del alpinista “Fuck-Fuck-Fuck” en la avalancha del Everest, no pudo evitar el recordar el “Fuck-Fuck-Fuck” en esa escena en el Baltimore de McNulty & Bunk) y Breaking Bad y, hasta hace nada, tantísimo con las miserias de Better Call Saul. Y, claro, con Mad Men. Cuyo encanto se fue diluyendo para mutar a otra cosa. A una cosa rara. Tan rara como Don Draper cuyo apellido proviene del verbo to drape: cubrir. Y, sí, Don Draper es un hombre que se ha cubierto tanto a sí mismo que ya casi no podemos verlo. Don Draper como un zonámbulo (mitad zombie, mitad sonámbulo) que se desplaza hasta llegar a su oficina y cerrar la puerta y tirarse en ese sillón a esperar que le ocurra algo. O que se le ocurra algo. Lo que suceda primero.

TRES Para Rodríguez, Mad Men cometió un grave error cuando decidió dejar de ser John Cheever para convertirse en otro tipo de alcohol y de spirit: el de Raymond Carver. De acuerdo, también hubo capítulos perfectos como cuentos en The New Yorker con flashes vanguardistas dignos de Donald Barthelme. Aquel de Samsonite, el del trip con LSD, el del encendedor Zippo del soldado rumbo a Vietnam, o esos viajes al exterior (Roma o California, en los que Don siempre se vuelve un poquito loco)... Pero, de pronto, todas esas elipsis y finales abiertos. Y Rodríguez ansioso y esperando que vuelva a aparecer el fitzgeraldiano y orgiástico Roger Sterling (quien se merece un spin-off ya) y desaparezca ese Draper que ve más gente muerta que el niño de El sexto sentido y que está siempre igual, que no cambia, que sigue aferrado a su sombrero y a ese corte de pelo bajo su sombrero. Draper –como Seinfeld en Seinfeld– se ha convertido en lo/el menos interesante de Mad Men. Alguien al que –a pesar de considerarse un trendsetter infalible– el escuchar “Tomorrow Never Knows” de The Beatles no le mueve un pelo y sólo parece pensar en el próximo par de piernas a abrir mientras emite sentencias y condenas. ¿Don perdió su don? Pero no es sólo él: el mundo Mad Men todo parece cada vez más lejos de retratar la realidad de su tiempo –el estilo se ha impuesto a la sustancia, la forma al fondo– y, a juicio de Rodríguez, no ha dejado de dejar pasar grandes oportunidades en su trama. Como el asesinato de Megan Calvet a manos de la Manson Family. O desarrollar tramas sueltas como el desaparecido hijo de Peggy Olson, o la posible vida política de la ex Betty Francis, o la transformación de Joan Holloway en una especie de Lady Macbeth de agencia publicitaria, o el triunfo literario del tuerto Ken Cosgrove, o algo verdaderamente terrible sucediéndole al infame Peter Campbell, o disfrutar de una Sally Draper convertida en la perfecta versión hembra de Holden Caulfield. Ahora, cerca de la despedida, ausencia absoluta de momentum dramático y, sí, se podría alterar el orden de cada episodio de esta última temporada sin que las cosas cambien mucho. Nada parece importar demasiado. ¿A alguien ahí le preocupa que McCann absorba a Sterling-Cooper? A Rodríguez no. Y a Don Draper no mucho, parece. Todo discurre y flota como por inercia. Cada episodio termina con un suspiro y vaya a saber uno cuál será el The End definitivo. ¿Ambiguo apagón como el de Tony Soprano? ¿O fundido a negro sin retorno posible como el de Walter White? ¿O premoniciones mortuorias como la de Claire Fisher yéndose de casa? ¿O saltará Don desde una ventana alta para por fin alcanzar el suelo? En algún momento, temporadas atrás, Matthew Weiner –creador del asunto– dijo juguetear con la idea de un vertiginoso fast-forward que nos revelaría a un Draper viejo y agónico. ¿Rosebud o pelando naranjas o señalando con su dedo tembloroso un monolito negro a los pies de su condo en Miami? ¿Quién sabe? ¿Cuánto cuesta y cómo hacer para venderlo, para que lo compren todos, a ciegas, con los ojos bien abiertos?

CUATRO Antes del final para todos, Rodríguez ya tiene su propio final para Mad Men: en el último momento, se descubre que todos son extraterrestres habitando una especie de set de grabación en una galaxia muy muy lejana obsesionados por una determinada época y oficio terrestres. Jugando a ser locos hombres y mujeres chifladas de Madison Ave. Y aquí y ahora Rodríguez comprende de golpe que Mad Men se preocupó tanto de registrar modas y modales con obsesión arqueo-museológica que se olvidó de algo importante. Hasta la fecha, si no se equivoca y mal no recuerda Rodríguez, ningún episodio de Mad Men mostró el impacto de jingles y slogans en el consciente inconsciente colectivo. En el público y en los clientes. En los consumidores o en los consumidos. En los teleespectadores. Para Mad Men somos invisibles, no importamos, somos un mal producto. Tal vez, ahora que la piensa Rodríguez, de eso se trata y trate. Mad Men prefiere –como los publicistas, como los empresarios– no contar la verdad y, por lo tanto, no contar con nosotros.

En la última escena del último episodio de la primera mitad de la última temporada de Mad Men, Don Draper recibe a otra aparición. Allí –sólo él lo ve y lo escucha– está el espectro del recién fallecido gran jefe descalzo Bertram “Bert” Cooper. Bailando y cantando –como un mad man, como un loco lindo– una canción.

La canción se llama “The Best Things In Life Are Free”.

“Las mejores cosas en la vida son gratis”.

Por supuesto, Bert miente como un loco o –mejor dicho y redactado, y mucho más vendedor– Bert miente como un lindo publicista.

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