› Por Juan Forn
En 1969, en plena revolución del Nuevo Cine en Hollywood (Busco mi destino, de Dennis Hopper; La pandilla salvaje, de Sam Peckinpah; Bonnie & Clyde de Arthur Penn), el joven Peter Bogdanovich va a México a entrevistar a Orson Welles, que está actuando en una película de cuarta. Su plan es hacer un libro sobre el legendario director que lleva doce años gitaneando porque Hollywood no le pone dinero para dirigir. Durante la charla, Bogdanovich le cuenta que no sólo los jóvenes directores sino también leyendas como John Ford y Howard Hawks empiezan a tener el mismo problema. Orson golpea la mesa, dice que está planeando una película sobre el tema. Bogdanovich le pregunta si ya tiene guión. Orson procede a mostrarle cinco páginas arrugadas y manchadas de café. “Tengo hasta el título: Las bestias sagradas”.
Bogdanovich piensa que es una más de sus bravatas, pero igual queda encandilado, porque la idea de Orson es filmar, como si fuera un documental, el último día de vida (que a la vez es el día del cumpleaños) de un director de cine legendario del viejo Hollywood. El tipo está filmando una película que va a ser su testamento, se ha quedado sin plata y sin actor principal en medio del rodaje, pero decide dar igual una fiesta enorme, a la que invita no sólo a todos sus amigos sino a sus enemigos también. Durante la fiesta muestra fragmentos de lo que tiene filmado para tentar a algún productor. En la fiesta hay periodistas entrevistando famosos, estudiantes de cine cámara en mano haciendo verité, agentes encubiertos del FBI, ríos de champagne, un apagón que obliga a la comitiva a trasladarse a un autocine al amanecer, un auto deportivo hecho trizas y una inconfundible voz en off diciendo: “Este es el auto de Jake Hannaford, muerto el día en que cumplió setenta años. Lo que van a ver es la reconstrucción de sus últimas horas, realizada con todo el material que se filmó esa noche”.
Un año después, Bogdanovich lee en Variety que Orson está en la ciudad para filmar tres comerciales de café y aparecer haciendo el bufón en el show televisivo de Dean Martin. Horas más tarde suena su teléfono. Es Orson: “¡Estamos filmando, te necesito!”. Estaba haciendo la película de canuto. Con el dinero de esas apariciones televisivas y un equipo técnico de seis voluntarios, todos jóvenes, todos fans, había logrado colarse en un estudio abandonado de la MGM (oficialmente se lo prestaban a unos estudiantes de la UCLA, Orson entraba escondido bajo una manta en el asiento trasero del coche todas las mañanas) y la idea era filmar hasta que se acabara el dinero, luego conseguir más y seguir filmando. El rodaje debía durar ocho semanas, pero se prolongó durante cuatro años, a salto de mata. Como la película era un collage de distintas texturas fílmicas, Orson no veía problema en interrumpir y reanudar, y como la fiesta debía ser un aquelarre, tampoco le importaba cambiar todo el tiempo de locación, usando diferentes mansiones prestadas. En cierto momento le habilitaron una espléndida casa con pileta en Arizona, enteramente rodeada de rocas gigantes, como un paisaje de otro mundo: en los papeles era para que se recluyera a escribir sus memorias, pero él llegó con su troupe y con John Huston (a quien había conseguido para el papel principal) y ocho meses después devolvió la casa en ruinas, además de usar todo el anticipo por aquel libro inexistente para seguir filmando.
Según Bogdanovich, la actuación de Huston, combustionada por el alcohol y la improvisación sin red, es superior a la que ofreció en Chinatown (a tal punto que, cuando Orson murió, Huston intentó comprar la película y terminar de editarla él mismo). Bogdanovich también cuenta que en medio del rodaje en Arizona, Huston avisó que se ausentaba unas semanas: fueron dos meses, los que necesitó para irse a Marruecos, dirigir esa joya llamada El hombre que sería rey y volver. Orson sólo comentó: “Tenemos estilos diferentes”. Y siguió incluyendo en su película todo lo que sucedía a su alrededor, en especial a los jóvenes de talento que se acercaban al enterarse de que estaba haciendo cine-guerrilla en el patio trasero de Hollywood: a todos les permitía aparecer con su propia ropa, pero los vestía él (“No me digas que esa camisa no pega con ese pantalón; yo conozco tu personaje mucho mejor que tú”). En cierto momento se enamoró de una turbina aeronáutica Ritter, la compró y la hizo montar en un camión para poder generar su propio viento cuando quisiera (para entonces ya había cambiado el título de su película a El otro lado del viento).
Hacia fines de 1973 nadie sabía ya qué estaban filmando. Orson pasaba más tiempo en Europa que en California. En París logró sacarle un millón de dólares a la productora Astrophore, del cuñado del sha de Irán, pero cuando éste exigió sentarse a ver el material, Orson desapareció con las latas. Se encerró en un laboratorio de montaje en Roma, donde preparó unos cuarenta minutos de material para llevar a Los Angeles. El American Film Institute iba a dedicarle un homenaje y su plan era llevar con él esos cuarenta minutos para conseguir fondos que le permitieran terminar. Orson odiaba los premios a la trayectoria (“preavisos de la muerte” les decía), pero necesitaba dinero urgente. Convenció a Astrophore para que pusieran avisos en Variety anunciando que la película estaba “casi lista” y partió a la fiesta de más de mil invitados (de Groucho Marx a Rock Hudson, de Ingrid Bergman a Jack Nicholson y Frank Sinatra cantándole “The Gentleman Is a Champ”), subió al escenario y dijo: “Mi padre me dijo una vez que el arte de recibir un cumplido es un signo definitorio del hombre civilizado. Pero se murió antes de enseñármelo, así que me alivia que no esté aquí para verme. Yo sólo puedo decirles que las necesidades de las que soy esclavo son distintas de las de ustedes. Yo pago mi carrera de director trabajando como actor. Me subsidio a mí mismo para hacer cosas como ésta”. Y las luces se apagaron y en la pantalla apareció una escena de El otro lado del viento en que el director trataba de sacarle dinero a un pez gordo de Hollywood mostrándole escenas de su película. Las escenas no tenían diálogo, ni continuidad, ni sonido. El pez gordo decía: “Preferiría leer el guión. ¿¡Cómo que no tienen guión!?”.
Orson contó después que durante la fiesta recibió una oferta, pero Astrophore la rechazó apostando a un socio mejor. Bogdanovich dice que nadie en Hollywood estaba dispuesto a poner dinero en una locura de Orson. “Todos aquellos que habían pagado mil dólares el cubierto lo aplaudieron salvajemente y se negaron a soltar un solo dólar después.” Con la llegada de los ayatolás al poder en Irán, Orson perdió el control de la película y le negaron hasta la chance de editarla con el material que ya existía. Cuando sufrió el ataque cardíaco que lo mató, en 1985, estaba sentado frente a su máquina de escribir tipeando una escena que iba a filmar en su casa esa tarde: una versión abreviada del Julio César de Shakespeare en que se proponía hacer todos los papeles él. La casa quedaba en Hollywood, pero no era una mansión.
Luego de cuarenta años de litigio, se anuncia para este año el lanzamiento de El otro lado del viento, editada según los apuntes que dejó el propio Welles. Bogdanovich, que ya tiene setenta y cinco años, ha dicho que es la película más moderna que vio en su vida, “más lyncheana que David Lynch”.
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