Lun 22.06.2015

CONTRATAPA  › ARTE DE ULTIMAR

Con los mismos colores

› Por Juan Sasturain

El fin de semana –entre otras cosas acaso más trascendentes– nos tuvo a los argentinos futboleros, que somos estólida legión, pendientes de la Copa América, el viejo Campeonato Sudamericano que ganábamos seguido cuando se llamaba así y no jugaban equipos africanos, como pasa ahora según algún impagable goleador oriental. Afloran las nacionalidades, entonces, con todos sus matices y contradicciones.

Como hemos recordado muchas veces, para ciertos analistas cínicos –parafraseando con humor negro al marcial Von Clausewitz– la guerra es apenas el fútbol por otros medios. ¿O era al revés? No importa, en realidad. Se sabe –dicen y exageran aunque no tanto– que los países, la división política de los pueblos, es hoy sólo la expansión de sus estadios, o poco menos. Dan el ejemplo memorable de Area 18, la gloriosa novela del Negro Fontanarrosa ambientada en un país (éste sí) africano cuya cultura, su economía y su política giran exclusivamente alrededor del fútbol, y la toman como texto más anticipatorio que paródico. Se pasan de rosca, por supuesto. Sin embargo, en días en que, como sucedió este fin de semana, se cruzan o superponen –al menos en nuestro país– la celebración de un embanderado día patrio con la contienda futbolera continental, la cuestión se reaviva, y muestra aspectos de llamativa ambigüedad que acaso valga la pena intentar descular.

No es cuestión de subrayar o darle aire y atención a la imbecilidad plasmada en las agresiones verbales a coro, los desplantes pretendidamente reivindicativos y el insulto porque sí en el que solemos destacarnos como comunidad desorganizada. De este modelo de confusiones del tipo “decime qué se siente” está asfaltado el camino rumbo al bochorno colectivo. No es de esta lacra consuetudinaria que nos parece pertinente hablar. Acaso valga la pena ir un poco antes o más allá.

En principio, resulta raro que no nos extrañe que del mismo modo que hay símbolos patrios, haya símbolos futboleros. O, mejor dicho: a la inversa. Digo que los equipos de fútbol, los clubes –River, Nueva Chicago, Manchester City, Sampdoria o Peñarol quiero decir–, al institucionalizarse copian a las naciones (al menos eso sucede en la Argentina, modelo cercano) y lo primero que hacen es plasmar esa identidad en símbolos: un escudito y una bandera, para no hablar del himno del club, el colmo de la formalidad institucional, emblema musical muchas veces (por suerte) desconocido.

Sin embargo, la génesis, el proceso que lleva a armar este breve y contundente paquete o repertorio simbólico patriótico / futbolero es diferente y tiene que ver con la ubicación lógica y topológica de la bandera: si está al principio o al final. Para no hablar de lo que pasa cuando –doble vuelta de tuerca– la Patria se constituye en equipo y se pone la camiseta, como sucede esplendorosamente en un Mundial o en una Copa América como la que nos ocupa. Es decir, cuando se arriman y son los mismos colores, como decía el guión de Borocotó para la película en que Mario Boyé, Tucho Méndez y Alfredo Distéfano hicieron de actores en una época –finales de los cuarenta– en que éramos los mejores del mundo aunque a nadie se le ocurría ir a verificarlo en competencia internacional.

Pero volviendo: ya hemos explicado o descripto alguna vez que para la Patria –legendario Belgrano mediante– lo primero son los colores plasmados, situados en la bandera. En el fútbol, a la inversa, en el principio los colores están en la camiseta, esa parte del uniforme deportivo en la que se concentra la identidad. Por eso, en el (club de) fútbol, la camiseta es lo que la bandera a la patria: el emblema madre. Cuando nada queda, sólo queda eso.

¿Pero qué pasa cuando la nación, que no es un club pero tiene bandera, escudo e himno, se propone como Patria y se “baja” a competir como si fuera un equipo, es decir, se pone una camiseta?: el equipo Patria “saca” los colores de la bandera, realiza la operación inversa a la del club. Y no es un gesto especular, porque el proceso no es reversible. Quiero decir: no admite una lectura lineal. Porque el tipo de pertenencia es muy diferente en cada caso.

Así, uno elige ser hincha de un club, de una camiseta, y esa elección es saludablemente arbitraria e inmotivada. Es una identidad construida, personal –disfrutada y padecida– más allá de compulsiones barriales o familiares. Por el contrario, y aunque resulte sospechoso al buen sentido, no es tan simple ni espontáneo ser “hincha” de la Selección –de los colores de la Patria bajados a una camiseta– ya que las compulsiones e imperativos de adhesión son múltiples y polisémicos, ambiguos, entreverados de intereses y riesgos (ciertos o figurados) de repugnante manipulación.

Si eso es detectable en los hinchas (en nosotros, quiero decir), por qué no va a ser –más alevosamente aún– una cuestión que se plantee entre los mismos jugadores. Quiero decir, para ponerlo más clarito: la competencia internacional tal como se da en la actualidad y se exaspera en todos sus aspectos durante una competencia internacional como ésta, en el caso de los jugadores de élite –y de algún modo la mayoría de los participantes lo son– tiende en algunos casos estelares a operar, paradójicamente, como objetor o cuestionador de banderas, si cabe.

Sobre todo porque al indudable tironeo desparejo de pertenencias entre club propio y selección del país (por el diferente peso específico que tiene hoy los grandes equipos de liga del mundo respecto de la mayoría de las selecciones nacionales) se suma un tercer factor, absolutamente determinante que son los intereses comerciales, los sponsors, las marcas dominantes, los Fly Emirates & Co que monopolizan pechos y espaldas famosas, las cadenas televisivas coimeras, las instituciones futboleras transnacionales en plena crisis de credibilidad.

Porque es una realidad pavorosa de estos tiempos que en las camisetas de todos los países del mundo se pueden perder y desdibujar los escudos y los colores más o manos patrios, pero nunca las marcas que manejan (los intereses de) los jugadores y el tremendo negocio futbolero. La globalización mercantil, vendedora de humo tan bien empaquetado, sobrevuela como una ominosa sombra todo lo que –todavía y a su pesar– el juego esporádicamente ilumina.

Y así queda planteada la cuestión: si la convención acepta, ya por principio connatural al deporte profesional, que los jugadores no necesariamente sean hinchas de los equipos en los que juegan (los colores que defienden) es complicado no aceptar que los jugadores y técnicos puedan no ser patrióticamente defensores de los equipos nacionales (las banderas, los símbolos) a los que ocasionalmente representan.

¿Para cuándo la versión instrumental de los himnos patrios, así nos evitamos el incómodo registro de quién los canta / los sabe y quién no? En general –y es lógico aunque paradójico– el canto de pertenencia es cosa de tribunas.

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