› Por Guillermo Saccomanno
Amanecer del lunes 22. Recién me entero, por la edición de este diario en la web, de la muerte de Elsa. Cuesta escribir la palabra muerte. Nadie, como Elsa, supo del significado de esta palabra que tiñó su vida. La suya, la de su familia, es probablemente una de las historias más trágicas de nuestra historia. La dictadura le desapareció toda su familia: sus cuatro hijas, su marido, dos yernos y dos nietos. Podría contar alguna anécdota que la muestra plantada, entera, en esos años de sombra. Por ejemplo la noche de la dictadura en que, con Trillo, fuimos a buscarla para entregarle el premio que su marido, Oesterheld, había recibido post mortem en Lucca y que Trillo había traído, no sin temor, al país. Elsa trabajaba en una oficina, nos citó en una institución empresaria con la que estaba vinculada por su trabajo, donde había un acto. Era una noche de invierno. Los falcon verde en las calles. Podría mencionar también el miedo que ella conocía y tuteaba. Sin embargo no se había dejado doblegar. Estaba criando a su nieto Martín. Y no habría de detenerse en averiguar el destino de los suyos desaparecidos. Después de esa noche la encontramos varias veces. Ya en democracia nos vimos en los homenajes que se le hacían a Oesterheld. El escritor nos había dicho en su último reportaje antes de ser secuestrado que a su mujer le habría gustado más ser la mujer de Borges o de Sabato que de un guionista de historietas. No creo que fuera cierto. Era su versión para justificar por qué se había marchado de la casa y, cuando ya se insinuaba la dictadura, explicar su compromiso radicalizado. Dónde estaba la verdad. Cuando uno se separa se las ingenia para amoldar una versión de la ruptura, una que le valga para no mirar atrás cuestiones no resueltas. Lo que Elsa no le perdonaba a Oesterheld era la militancia de sus hijas, militancia que atribuía a su responsabilidad de padre cómplice del idealismo. Oesterheld había decidido acompañar a sus hijas. Pasó con ellas a la clandestinidad. Y Elsa se encontró sola, en tinieblas, en la casa de la calle Beccar, la legendaria locación donde empieza El Eternauta. No faltó la noche en que la rodearon fuerzas del Ejército. Los reflectores, un parlante, la requisa. Y otra vez la oscuridad. Ahora, de pronto, la casa vacía se le había vuelto inmensa. Pensemos en Elsa recorriendo esa casa donde hasta no hacía demasiado había voces de seres queridos, risas, los sonidos de la cotidianidad doméstica súbitamente arrasada. Se fue enterando de la suerte negra de sus hijas. Una noche llamaron a su puerta unos parapoliciales: le traían a su nieto Martín. Además de criarlo, Elsa se comprometió en la lucha de las abuelas. Cuando con Trillo conversamos con ella nos contó eso, que nunca lo perdonaría a Héctor. A medida que pasaba el tiempo la sorprendía el valor que los jóvenes, aún en dictadura, le concedían a la obra de Héctor. Pero la trascendencia de esa obra no compensaba las ausencias, el dolor. El destino de Elsa tiene mucho de tragedia griega, pero no es ficción. Nuestra historia, escribí recién: ¿Cuál? Me pregunto. Lo único que sé, y es un pensamiento de Todorov al que recurro con frecuencia, es que un país que ha tenido campos de concentración tiene el corazón comido por los gusanos. Elsa, con su experiencia de dolor a cuestas, sin perder ni la sonrisa ni la ternura, peleó –sin saberlo– contra esta idea. Sin darse por vencida, siguió adelante. Y al resignificar su propio destino, resignificó, como la obra de Oesterheld, también el nuestro.
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