› Por Mario Goloboff *
La confianza parece ser uno de los pilares sobre los que se asienta toda convivencia, toda vida en grupo, todo contrato social: no hay tales sin una buena dosis de animus societatis, el que nace justamente del deseo y la necesidad de que la presencia, la palabra, el apoyo del otro, sean válidos, verdaderos, creíbles. Por eso, también uno de los fundamentos sobre los que se apoya la política, la imagen política, la palabra, el discurso político, es el de la confianza. Aun desde la lingüística ha sido estudiado, sobre todo por las escuelas de la “pragmática”, las que abundan en el análisis de este discurso, sosteniendo novedosamente que “es indispensable determinar quién habla para saber qué dice”.
Es también uno de los primeros sentimientos que nos inspiran nuestros padres, nuestros maestros, nuestros guías, cuando comenzamos la vida, los aprendizajes, la educación en todas las esferas. Y luego, con la amistad, con el amor, con el trato del otro, con los hijos, con tu pareja, con tu analista. Hasta parece indispensable para sentirse sólido frente a uno mismo, con uno mismo. Escribía Gustave Flaubert en un momento de desánimo: “Pierdo el entusiasmo y la confianza en mí, cualidad sin la cual no se puede hacer nada de bueno” (Correspondance, 1865).
La mayoría de las teorías que la abordan consienten en afirmar que impone “una suspensión temporal de la situación básica de incertidumbre acerca de las acciones de los semejantes”; ella permite presumir cierto grado de regularidad y previsión en los actos sociales, lo que “normalizaría” la sociedad. La idea parece típicamente funcionalista: consideran por lo general a la confianza la base de todas las instituciones, para que ella funcione como correlato y contraste del poder. Según Laurence Cornu-Bernot, profesora de filosofía en la Universidad de Tours: “La confianza es una hipótesis sobre la conducta futura del otro. Es una actitud que concierne al futuro, en la medida en que este futuro depende de la acción de otro. Es una especie de apuesta que consiste en no inquietarse por el no-control del otro y por el tiempo”. No es casual que sea un escéptico (o, como él decía de sí, “un escéptico mitigado”), David Hume (1711-1776), naturalista, empirista y utilitarista, transformado luego para parte del pensamiento norteamericano en precursor del funcionalismo, quien haya colocado muy alta la valoración moral de las acciones y de los individuos, discutido sobre las fuentes de la misma en Investigación sobre los principios de la moral y en otros de sus ensayos, e identificado varios elementos que la constituyen: honestidad, fidelidad, confianza y benevolencia, y se diría que orientó o enmarcó la cuestión de “la confianza” al centrar (en el Tratado de la naturaleza humana) la cuestión de “¿con cuánta exactitud se puede prever el ‘deber’ a partir del ‘ser’?”.
Es interesante descubrir que la existencia tan generalizada de este sentimiento desbarata la racionalidad sobre la que pensamos se basan nuestra vida, nuestras concepciones. Si aquélla fuera tan granítica le bastaría con hacer la cuenta de los antecedentes para saber cuáles han de ser los resultados; para creer, como ha venido afirmándolo el racionalismo desde los tiempos de su construcción ideológica, en la lógica de las acciones, en las férreas relaciones de causa-efecto. Y sin embargo no pasa así. Por otra parte, la confianza es algo que no puede transferirse, una vez adquirida, a nadie; pasarse a alguien a quien uno, el confiado, quiere, aprecia, pero es apenas conocido por el dispensador, por el dador de tal sentimiento.
En épocas electorales (y no sólo aquí: por no dar sino un solo ejemplo exterior e inmediato, la derecha francesa acaba de poner en marcha, para recuperar el gobierno, su programa por una “République de la confiance”), casi todos los candidatos hacen un esfuerzo dialéctico y persuasivo enorme para que se la tengamos y para convencernos de que la merecen. Tal vez se trate de un esfuerzo un tanto vano. Por más confianza que les brindemos, ellos obrarán bajo determinadas condiciones de tiempo, lugar, conflictos y, sobre todo, cantidad y calidad de las fuerzas productivas y sociales enfrentadas, y será entonces cuando podrán valorarse y se someterán a prueba los deseos, las intenciones, las determinaciones, los límites de los dirigentes. Lo que produjo cuando tuvo en sus hábiles manos el poder, no es lo que esperaban de Mijail Gorbachov sus compañeros soviéticos o sus enemigos; ni el rey preparado a la perfección por Francisco Franco para sucederlo hizo lo que esperaban con cierta lógica los españoles; ni tampoco lo que decían los siempre más agudos izquierdistas que iba a encabezar “el pequeño burgués” Fidel en Cuba fue ni remotamente lo que en realidad fue, y eso suele pasar a menudo en la Historia cuando se la calcula sólo por las individualidades y la dudosa psicología personal, no teniendo en cuenta el papel de las masas, su presión, su impulso, su verdadero direccionamiento.
Georgi Plejánov (1856-1918), eminente teórico de la IIª Internacional, de gran influencia sobre los actores del ’17 (entre ellos, León Trotsky, para quien “A través de Plejánov el pensamiento revolucionario empezó a hablar por primera vez el lenguaje de la ciencia real y estableció lazos ideológicos con el movimiento obrero de todo el mundo”), había escrito en su tiempo que “Los individuos pueden influir en los destinos de la sociedad. A veces, su influencia llega a ser muy considerable, pero tanto la posibilidad misma de esta influencia como sus proporciones son determinadas por la organización de la sociedad, por la correlación de las fuerzas que en ella actúan. El carácter del individuo constituye un ‘factor’ del desarrollo social sólo allí, sólo entonces y exclusivamente en el grado en que lo permiten las relaciones sociales” (Acerca del papel del individuo en la historia, 1898). No está nada lejos de estas ideas la concepción del “empoderamiento” por parte de las masas populares y especialmente juveniles, ya que éstas son no sólo las depositarias de las transformaciones, sino las únicas que pueden asegurar su continuidad y profundización.
Ya que está de moda hablar de ellos (cada tanto, en Occidente, se pone de moda hablar de ellos), recuerdo lo que sostenía el filósofo y estratega chino Sun Tzu, a quien se le atribuye el célebre libro El arte de la guerra (ubicable en el período que transcurre entre el año 722 y el 480 a. de C., llamado “De las primaveras y los otoños”): que no hay jefes cobardes ni jefes valientes. Sólo haría falta, afirmaba, que una cantidad suficiente de soldados del jefe valiente se pasaran al bando del jefe cobarde para que el valiente se convirtiera en cobarde y el jefe cobarde se convirtiera en valiente. Menos bélico, más delicado, pero tan orientalista como era su estilo, Bertolt Brecht escribía en 1934 el poema “Preguntas de un obrero ante un libro”: “Tebas, la de las Siete Puertas ¿quién la construyó?/ En los libros figuran los nombres de los reyes./¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?/ Y Babilonia, destruida tantas veces,/ ¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron...?”.
* Escritor, docente universitario.
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