› Por Juan Forn
A veces alcanza una foto para entender a un hombre o para querer saberlo todo de él. Yo desconocía la existencia de Peter Altenberg hasta que, leyendo sobre Adolf Loos, el gran arquitecto-artista de Viena (en aquellos tiempos en que Viena era no sólo la capital del mundo sino el Olimpo y Babilonia a la vez), me topé con esta foto. Loos es el más joven, el de impecable corbata y sombrero. Fue él quien convocó y pagó al fotógrafo para tener el resto de su vida ese retrato junto al hombre que más admiraba en Viena. Y en ese entonces vivían en la capital del imperio Freud, Wittgenstein, Schoenberg, Klimt, Musil, Joseph Roth, Walter Benjamin, Alban Berg y el ígneo Karl Kraus, que hacía temblar la ciudad cada semana con su periódico La Antorcha (del cual dice Elias Cane- tti en sus memorias que “nos abría los oídos de tal manera que después ya no se podía no escuchar”). Pero el hombre con el que Adolf Loos quería tomarse una foto, el que más admiraba en toda Viena, era ese ser de bigote descuidado y vestuario ídem que respondía al nombre de Peter Altenberg y fue definido a lo largo de su vida como excéntrico, bohemio, incapaz, peatón empedernido, noctámbulo, humorista, pensador, pedagogo, poeta, crítico cultural, nudista, impostor y mendigo, aunque la etiqueta que mejor le cuadraba, dicen, era la de sabio, o santo.
Joseph Roth pensaba más en él que en sí mismo cuando escribió, en su epopeya del Santo Bebedor: “Santo es aquel que logra merecer una liviana y honrosa muerte al cabo de su vida”. Cuando Altenberg murió, en 1919, Karl Kraus lo despidió diciendo: “Ha muerto un mendigo. ¡Qué pobres somos!” Y Soma Morgenstern dijo en su necrológica para el Frankfurter Zeitung: “Era un sabio porque tenía comprensión para todos los placeres y todos los vicios de este mundo”. El, por su parte, escribió una vez: “Quien me entiende se entiende a sí mismo”. Lo escribió en un papelito, como todo lo que escribía. Su carrera literaria empezó cuando Schnitzler y Hoffmansthal se lo encontraron en un café garabateando en los márgenes de los diarios del día, y le alcanzaron esos diarios “intervenidos” a Karl Kraus, y él publicó en La Antorcha las primeras palabras de Altenberg en letras de molde. Kafka las leyó fanáticamente en Praga y anotó en su diario: “Pesca los esplendores del mundo como colillas de cigarrillo en ceniceros de café”.
Eran los tiempos en que los grandes conversadores tenían en Viena el mismo prestigio que los escritores: cuando el famoso abogado Sperber se sentaba a jugar a las cartas en el Central, se hacía una fila detrás de su silla que llegaba hasta la calle y así se iban repitiendo de boca en boca las frases que decía. Altenberg era vienés hasta la médula, pero no soportaba los valses. Decía que un aforismo era algo mediante lo cual un escritor se ahorraba de escribir un ensayo. Dormía de día y brillaba de noche. Cobraba por sus reflexiones en su recorrida nocturna por los cafés, y así pagaba sus tragos y el hotel por horas donde dormía durante el día. Según Loos, era el alcohólico más raro del mundo: bebía para dormir. Sus personas favoritas en el mundo eran “las putas cándidas y los cocheros que saben escuchar” y le gustaba decir que ni su nombre era suyo: hasta ese punto renegaba de la propiedad. Había nacido en el seno de una próspera familia judía asimilada (fue bautizado y luego educado en el culto a la hipocresía católica y la superioridad austríaca). Uno de sus maestros de escuela lo definió como “un genio sin cualidades”. En un examen en que debía explayarse sobre “La influencia del Nuevo Mundo”, se limitó a escribir una y otra vez la palabra papas en la hoja de examen. Un psiquiatra contratado por su padre le diagnosticó una “sobreexcitación del sistema nervioso” que lo hacía médicamente inepto para cualquier empleo. Él tomó el diagnóstico al pie de la letra: abandonó su nombre de nacimiento (Richard Englander) para salvar el honor familiar y se sumergió en la bohemia: su dirección postal a partir de entonces hasta el día de su muerte, cuarenta años después, fue sencillamente: “Café Central, Viena”.
Antes de hacerse conocido como escritor, fue un pionero de la ropa informal (él mismo adaptaba a su gusto la ropa usada que le regalaban), del uso de sandalias en la ciudad (los nudistas hicieron suyo el epigrama: “Un pie hermoso es más bello que un zapato hermoso”) y de las tarjetas postales (cada vez que conocía a una puta o bailarina especialmente angelical la hacía fotografiar, en el reverso del retrato escribía uno de sus aforismos y enviaba la postal por correo a alguno de sus innumerables amigos). Dos veces debieron internarlo en el manicomio de Steinhof. La primera vez fue breve y lo rescataron Loos y Kraus para llevárselo a Venecia (la única vez que salió de Austria). Era el verano de 1913. En el Lido vieron caminando al jovencito Georg Trakl. Altenberg se acercó al poeta y conversaron en susurros durante un rato. Loos y Kraus contemplaban la escena a la distancia. Nunca lograron saber qué le dijo uno al otro. Uno y otro volverían a ser internados poco después: Trakl se suicidó en el manicomio al año siguiente, Altenberg recibió el alta pocos días después de que estallara la guerra y pidió quedarse hasta 1918.
Su culto por la austeridad terminó de fraguar el día en que asistió a la gran exposición imperial sobre el arte del Japón del año 1900. Al salir escribió: “Los japoneses pintan una rama en flor y logran retratar la primavera. En los ampulosos paisajes primaverales de nuestros pintores, en cambio, a duras penas hay una rama verdaderamente florecida”. Así era su relación con el dinero: Schnitzler se lo cruzó por la calle una tarde y, como hacía siempre, lo invitó a cenar, sólo que en el camino al restaurante descubrió que había dejado la billetera en casa. “No te preocupes”, le dijo Altenberg, “tú me invitas pero pago yo”, y sacó de su bolsillo un puñado de billetes arrugados. Era capaz de pedir la indelicada suma de cien coronas y después gastárselas enteramente en un telegrama kilométrico agradeciendo la confianza. Una vez le escribió de urgencia a su hermano, el empresario Georg Englander: “Querido hermano, manda enseguida veinte coronas. He puesto todos los ahorros en el Banco y estoy ante la nada”. Cuando se abrió su testamento, en 1919 se descubrió que dejaba una cuantiosa suma a repartir entre los cocheros y las putas que paraban en la esquina del Hotel London de la Wallnerstrasse, sólo que esa cuantiosa suma estaba en coronas austríacas de antes de la guerra: un dinero que no valía nada, como él supo entender antes que nadie.
Predicaba el nudismo en la ciudad, el vegetarianismo en el campo y la vida en comunión con la naturaleza, pero sólo se sentía en casa pisando el empedrado de las calles de Viena, bajo la luz de los faroles a gas. Y a quienes lo acusaban de impostor, les contestaba angélicamente: “He sido jurista sin estudiar derecho, médico sin estudiar medicina, librero sin vender libros, amante sin casarme y poeta sin escribir poemas. Tengo enemigos, dispépticos psíquicos que detestan mi procedimiento abreviado, porque detestan el estilo telegráfico del alma, que cala con demasiada precisión el idiotismo de cada uno”.
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