› Por Guillermo Saccomanno
La primera vez que Francisco, el inquilino del séptimo de, escuchó la criatura, fue una noche, como el aleteo de un pájaro encerrado. Quizá había entrado un murciélago. Prendió la luz, se levantó y miró alrededor. La pila de libros usados en la mesa de luz, la ropa tirada en un sillón, el placard entreabierto. No más alrededor. Ahora, de nuevo, el silencio. A lo lejos, una bocina. Después, una sirena. Y el viento. Volvió a apagar la luz. Pensó en la soledad, en el dormir solo. Desde que se había mudado a este un ambiente, se preguntaba qué podía tener de grave haberse acostumbrado a la soledad, por qué temerle. Los vecinos lo miraban raro, como si él, además de huidizo, inspirase miedo. Es cierto, la soledad estimula las manías, las obsesiones. Pero se sentía en condiciones de superar sus tics. Apagó el velador y, acostado, resbalaba en el sueño cuando oyó otra vez el susurro, como el sonido sutil de un celofán. Contuvo la respiración. Se levantó en la oscuridad y fue a la cocinita. El sonido provenía de ahí, no lo dudaba. Provocándolo, o más bien cargándolo, otra vez el susurro, a su derecha, ahora venía del estante sobre la mesa, entre las cajas del té, la yerba, los paquetes de arroz y fideos. Prendió la luz.
Si era una laucha, se dijo, porque debía ser una laucha, tenía que encontrarla. Con cautela, agarró un repasador, planeó atraparla. Apartó con sigilo las cajas, los paquetes. El susurro, casi inaudible, se escurrió contra la pared, se escondió tras las tazas, se deslizó hacia un costado y se filtró en el espacio entre dos tarros y saltó al vacío. La vio. Era una lauchita.
Considerando el tamaño reducido de la criatura –no se le ocurría denominarla de otro modo–, el choque contra el piso tendría que haberla desvertebrado, pero no. La criatura se deslizó rápido debajo del horno. Si hasta ahora Francisco nunca había usado el horno ni se había animado siquiera a prenderlo, fue por la repugnancia que le causaba su interior, una negrura sucia. Intentó prenderlo. Agarró los fósforos, abrió el gas, arrimó un fósforo a la boca del encendido. El fuego brotó en una bocanada azul. Mantuvo la llave oprimida. Pero al aflojarla, el fuego se apagó. A la molestia que le había provocado la criatura, ahora se le sumaba el encendido difícil. Prefería pensar en términos de molestia y no de furia. La furia no entraba en su catálogo de emociones. A los cincuenta y cuatro años se juzgaba un tipo equilibrado. Así también lo definían sus pocos compañeros de la aseguradora. Opinaban igual los parientes que visitaba sólo en las fiestas porque, lo sabía, las relaciones familiares eran un trastorno y él era un tipo equilibrado. Soltó la llave del encendido. Después de unos minutos eternos, el horno conservaba su llama, tomaba un color rojo y, a pesar de que el calor parecía quemar el polvo y la pelusa apelmazados la temperatura subía. El calor se irradió por su cuerpo desnudo, trepaba por su estómago, le llegaba a la cara, a la nariz. Pensó que pronto olería la criatura calcinada.
No le gustó lo que empezaba a pensar, pero los pensamientos, una vez que se disparan, se propician unos a otros, se ramifican y, cuando dan con una parte débil, ahí se aglutinan pegoteándose, viscosos, enredados, y hasta podría decirse que tienen sustancia, gusto, olor, pueden llegar a apestar y logran que uno sienta vergüenza de sí mismo como si fuera el autor de un acto abominable aunque uno fuera inocente, y este era el caso. Pensó en la criatura en el horno. Pensó que no era lo mismo un humano que una laucha. Además, él no tenía nada contra los judíos. Le gustaban las rusitas. Ardientes las paisanas. Pero el pensamiento de que había convertido el departamento en campo de concentración le dio náuseas. Apagó el horno, abrió la tapa, el calor le dio en la cara obligándolo a retroceder. Todo lo que quería, avergonzado, era averiguar qué había pasado con la criatura. Se recriminó lo hecho, un sentimiento denso lo abrumó. Tendría que esperar un buen rato a que la cocina se enfriara. Lo mejor, se dijo, era preservar la calma, no dejarse llevar ni por la culpa ni por la rabia contra sí mismo. Lo mejor era acostarse. Y eso hizo.
Sin embargo, ahora, otra vez acostado, en la oscuridad, no logra conciliar el sueño. El horno ya debe haberse enfriado, calcula. Aprieta los párpados. Quiere dormirse de una buena vez. Pero le cuesta. Cuando se cansa de dar vueltas, la cama revuelta, prende otra vez el velador, se levanta y va hasta el horno. Se acerca con timidez. No podrá evitar el asco si encuentra la criatura achicharrada. Lo abre, tira también de la manija de la parrilla. Revisa. Investiga. Introduce la cabeza en la caja. Nada. No cometió ningún crimen. El azar lo libró de toda culpa posible. Se dice que su conciencia puede estar tranquila. Toma un vaso de agua. Y regresa a la cama. Le pesan los párpados. Puede dormir. Y lo más importante, con la conciencia en paz.
Lejos, unas voces, otra bocina, otra sirena. Después, otra vez, el silencio. Entonces, también otra vez, ese susurro corto que se interrumpe apenas él está alerta. No es su imaginación. Escuchó bien: la criatura. Ahora más cerca, debajo de la cama. Se sienta, prende la luz. Qué novela de esa pila en la mesa de luz terminaba así: “Era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”. Después de todo, se resigna, no está solo. Necesitaba una compañía, se consuela.
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