› Por Noé Jitrik
Creo entender que a Macedonio Fernández le preocupaba lo que podemos denominar “angustia del presente”. Lo manifestó claramente en ese breve relato titulado “Cirugía psíquica de extirpación”. Cósimo Schmitz, el herrero, disconforme con su pasado, que no le depara ninguna promesa de interés para el presente, se somete a una operación para sustituirlo por otro más apasionante; correlativamente, pierde el sentido, o el sentimiento, del futuro. Perdido el pasado, liquidado el futuro, vive en un presente absoluto que, desde luego, no logra comprender. ¿Cómo lo comprendería si no hay empresa capaz de asirlo, si se escapa apenas está, si el instante desaparece apenas aparece?
Angustia, por cierto, que tenemos todos: el presente se esfuma, es muy rara su índole, tanto que se podría afirmar, tanto temporal como sentimentalmente, que no existe, porque “ya no está” y no hay forma de aprisionarlo. Lo que no quiere decir que mientras creemos o sentimos que está no ocurran cosas que se fijan en un lugar que se conoce como “memoria”. Pensamos, entonces, que lo que existe es, en realidad, el pasado al que en ese instante fugaz evocamos como lo seguro, lo que está y nos está esperando para avisarnos que no todo se nos había escapado. Así, pues, si el presente es motivo de angustia el pasado es de confirmación. De aquí que el tiempo verbal más usado, presente de indicativo, decir por ejemplo “soy”, cuando en verdad “fui” hace un instante, tenga menos solidez afectiva que el pasado perfecto, al que nos aferramos para confirmar que existimos, somos porque somos un depósito de imágenes y sombras que nos confieren identidad, somos porque recordamos que somos.
Es claro que los seres humanos, únicos que pueden sentir esa angustia, tratan de paliarla mediante concesiones intelectuales a esa evanescencia que han dado lugar a arduas construcciones. Consideran que cierta cantidad de instantes que se desvanecen configuran una cadena a la que designan como segundo, minuto, hora, día, semana, año, década, siglo, milenio y de ahí historia, una entidad medible, amenazada por “prehistoria”, una entidad temporal inconmensurable que nos indica que existe el tiempo, desde un siempre que nos esforzamos en comprender o al menos comprender su comienzo, envueltos en su duración. Del mismo modo que sentimos el dramático final de la duración en la instancia de la despedida tras la cual la separación hace de cierre: es cuando entra en escena pero como remate la funesta palabra “adiós” que clausura el ilusorio presente de un estado.
Como consecuencia de ese modo de aprisionar al tiempo para comprenderlo, se afirma que “ahora” es algo que tiene consistencia, que está sucediendo, no importa que esté socavado por un “ya fue”. Pero como también “ahora” es insuficiente, en ciertos lugares se condensa en “ahorita” y, tampoco satisfactorio, en un “ahoritita”, diminutivo casi atómico, nanoinstante, que da idea de una desesperación.
De este modo, o pensando así, puede decirse que eso que se designa como presente es solo una manera de decir respecto de un flujo acotado, definido de entrada como para ser comprendido y aceptado. Así, un día es un día y se espera el siguiente que se cree que será presente mientras que el que ya no está, rotulado como “el de ayer”, habrá perdido el nombre de presente y sólo será objeto de rememoración: “no hay nada más viejo que el diario de ayer” proclaman algunos sabios con una certeza absoluta. Sin embargo, nos parece real el hecho que de esta noción fugitiva se desprendan entidades que no se evaden y que, al ocupar nuestro pensamiento, nos hacen creer que comprendemos; por ejemplo la idea de lo “actual”, que no se mide por unidades precisas, no estrictamente hablando del instante ni del día ni de la semana, sino que supone un conjunto operante que “no se va” o que dura lo que dura, que puede ser descrito y calificado, y cuyos efectos sobre la afectividad, el pensamiento, la interpretación, la conexión con lo real, parecen indubitables; al ser comprendidos y compartidos generan una comunidad, un acuerdo de bases aparentemente sólidas.
Esa expresión, lo actual, no deja de tener consecuencias. Ante todo, define una inserción o inscripción en un universo de valores que surgirían del instante en el que se vive y cuya ignorancia sería condenable: quien no se identifica con lo actual es anacrónico, pasado de moda si se trata de opiniones o de atuendos.
Pero, por otra parte, contrasta con la noción de “época”, que es más amplia y está investida, “espíritu de época” se dice, como si lo que se piensa y siente en un momento y lugar, y lo que ha ocurrido ahí, apreciado en su significación, pudiera ser calificado y reconocido como diferente a lo que se pensó y sintió en otro momento y lugar, o sea a otro espíritu de época. Época, entonces, como entidad témporoespacial cuya invocación, “en esa época”, permite apreciar fenómenos o comportamientos o productos que no se reconocen en la época en la que se está invocando.
Estas derivas de la noción de “presente” son previsibles y harto manejadas, vivimos con ellas y hasta cierto punto, el punto de un cese o un repliegue, nos convierten, fugazmente, en conocedores y reductores de la angustia básica y permanente.
De ella tenemos que seguir hablando pues no nos abandona, el modo en que el “presente” está “presente” no termina de ser comprendido por más que se lo acote y, precariamente, se lo defina o se exija que lo que está confinado en ese acotamiento sea aceptado como presente, validado como tal y aceptado en un “como sí” tan fuerte como se lo afirme.
Debe haber muchas maneras de sentir o pensar que se está capturando el presente; está, entre otras, la desiderativa: cuando se hace presente alguien o algo que uno esperaba y puede exclamar ¡por fin! Instante luminoso, no se puede negar, impresiona, en el sentido de que marca y, luminosamente también, detiene la rueda del tiempo. Es un ejemplo pero me atrevo a conjeturar que hay otras instancias en que eso, detener el tiempo y conferirle densidad al instante es posible; me atrevo a decir que hay tres que me parecen privilegiadas: el amor, la escritura y la otredad. Audaz propuesta que quedará en eso puesto que, contradiciendo numerosas creaciones de ciencia ficción, la imaginación humana no ha llegado, ni, creo, llegará, a inventar máquinas para que el amor, la escritura o la otredad suspendan el devenir, detengan el instante y hagan del presente algo tan consistente como lo es el pasado. A menos que se crea que la fotografía lo logra o el congelamiento de una imagen dinámica apretando un botón lo consiga. De modo que no queda otra cosa que tratar de explicar lo que esta afirmación implica porque, sea como fuere, algo implica. Así, lo que se puede entender por amor en algún punto se vincula con la perturbadora frase que acuñó Freud acerca del orgasmo: “pequeña muerte”. Verdadera y profunda, sin duda: nada hay tan presente como la muerte, así sea la breve de la descarga. Pero la idea del amor no termina ahí ni realmente pensé en eso cuando pensé en relacionarla con el presente; más bien, se trata de intensidad, de espera, de fusión probable y deseada: cuando se siente todo eso el presente se detiene. Pero tampoco es sólo eso: creo que se comprende sin necesidad de entrar en inventarios, suspensión, expectativa, temblor, el tiempo detenido, el instante recogido y el sentido tembloroso y vacilante pero asible, sin compromisos con el futuro, sin ataduras con el pasado.
La escritura es muchas cosas, no sólo la punta del lápiz sobre el papel en blanco aunque también lo sea y privilegiadamente: escribir, como un acto concreto retiene al tiempo o, tal vez, mejor, lo hace olvidar; quien escribe traza y mira y lo demás, los ruidos del transcurso, desaparece y eso, verdad de una experiencia o falsedad de una creencia, detiene al tiempo así sea porque lo demás se desvanece. Pero es algo más, es todo trabajo que implica un enfrentamiento entre un productor y su tarea y comprende, por lo tanto, a innumerables oficios, para qué enumerarlos, sólo es suficiente señalar el instante en el que se trazará un signo de cualquier índole y que en ésa y por esa acción quedará fijado. La firma que rubrica un trabajo es como un círculo que ilumina el instante y lo llena de sentido.
Y lo que llamo “otros” es la voz que se escucha, el cuerpo que se registra y se desea, la comunidad que se establece, la solidaridad que se convierte en ética, la compasión y la amistad, la admiración y el aprendizaje, el recuerdo de los muertos y el grito de “presente” que los trae al instante, la vida de la sociedad y la paz que sobreviene a ese distanciamiento que se conoce como la guerra, la palpitación de la especie, y el salirse de sí y del temor a la muerte. El vasto campo, en suma, de la otredad que hace del instante un instante privilegiado, lo más parecido que se puede concebir como presente, esa flor que se marchita apenas nace.
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