CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Ayer fue rarísimo para la madre, porque de pronto parecía que todos sabían de rugby. O peor –o mejor, acaso–: que les interesaba el rugby. Eso, desde temprano.
–El primer objetivo, el mínimo, ya está: quedar entre los ocho mejores –explicó Federico después del beso, antes del partido y mate en mano, nueve menos cuarto–. Porque ése es el lugar de Argentina en el mundo, vieja. Todo lo que venga ahora es para entrar en la historia.
–Qué bien.
No se sabía quién le escribía los libretos al hijo menor, pero de algún modo su información pormenorizada y el léxico especializado le jugaban tácticamente en contra.
–Andá a comprar pan, Gonzalo Bonadeo –dijo Constanza al verlo tirado ahí.
La hija mayor, separada y de vuelta en casa hasta más ver, no podía soportar las horas que se pasaba el hermano soltero y desocupado delante de la tele, mirando boludeces en los canales deportivos del cable.
Y Federico fue por el pan y no volvió en seguida.
A eso de las diez cayó el otro hermano, Gonzalo, con los chorizos, dos tiras de asado, sin mujer y sin los chicos. El televisor estaba solo como una pecera, con el volumen al mínimo, y Los Pumas ganaban apenas por tres.
–¿Qué pasó? –se sorprendió–. Estaban catorce a cero... Feliz día, mamá –agregó sin dejar de mirar la tele–. ¿Cuánto falta?
Ninguna de las mujeres supo decirle pero Federico, que volvía con el pan y facturas extra, acotó inusitadas precisiones sobre conversiones fallidas, expulsiones temporales por juego brusco y otros pormenores que había recogido durante una escala técnica en el bar de la esquina.
–¿Por qué Los Pumas tiene un yaguareté en el escudito? –dijo en el peor momento Constanza, que había estudiado Ciencias Naturales y le gustaba provocar.
–Andá a prender el fuego, que te toca –dijo el dúo resentido.
Los hermanos recargaron el termo y las consideraciones subsiguientes entre ambos se llevaron los minutos de máxima tensión, cuando parecía que se venía la noche en Cardiff o donde fuera que jugaban contra esos verdes que desbordaban por todas partes.
En la cocina, mientras, la madre hablaba por teléfono con su hermana, madre también. Llegaron a la extraña conclusión de que este rugby ocasional tenía la ventaja de que se jugaba a la mañana, la programación no se pisaba con los partidos de fútbol local que enfrentaban a sus hijos y además, por un momento, hacía que la tensión de los cruces siempre inminentes por cuestiones políticas disminuyera en forma considerable.
–Yo los amenacé –dijo la hermana de la madre, madre también, como está dicho–. Cuando empiecen a pelear por Aníbal Fernández o a putearlo a Macri cada vez que aparece, los echo.
–Bien hecho.
En ese momento el ruido del festejo de los últimos y definitivos tries de la Argentina inundó la casa. La madre se asomó y advirtió un copartícipe más en la eufórica celebración del living.
–Porque tienen los huevos que les faltan a los otros –concluía incorrectamente el tío Serafín, recién llegado que ni se preocupó en saludarla.
–¿A quiénes les faltan?
–A los pecho frío de la Selección –le contestaron a coro sin entrar en detalles.
La madre comprobó que había rápido consenso en la aprobación de la actitud de Los Pumas que al parecer, a diferencia de los otros, ponían, no se quejaban al referí por los golpes y, si se rompían, seguían jugando.
–Nada que ver con esa manga de maricones millonarios que ni el himno cantan –concluyó uno de los repentinos expertos en actitud y pundonor patrio.
–No lo saben.
–No tienen hambre.
Y el tema redundó mientras la tele se explayaba en repeticiones halagüeñas, planos del festejo de Pichot en la tribuna –“¡Cómo jugaba ese pibe!”– y reportajes con ojo hinchado y sonrisas de diente flojo.
Y ahí la madre pudo comprobar, una vez más, la volubilidad del juicio masculino en general y especialmente de sus queridos hijos frente a los avatares deportivos y ante al televisor en particular.
–Constanza ya tiene listo el fuego –comunicó.
Los varones desagotaron el living y en ese momento sonó el timbre.
La madre fue a la puerta y volvió con una nuera recién bañada portadora del habitual tiramisú y dos ruidosos nietos colgados de los brazos.
–Te acompaño el sentimiento –se dijeron sin sorna mutua.
Al pasar, una de las madres apagó el televisor cuando Massa se vendía como mejor alternativa no ganadora.
Después, avanzaron juntas hacia el fondo y se sumaron al scrum familiar.
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