› Por Rodrigo Fresán
UNO A Rodríguez le hubiese encantado haber nacido con el don de una voz dorada para, desde las alturas de su torre cancionera, poder entonar aquello de “I’ve seen the future, brother: it is murder” con la profética resignación y profunda garganta cavernosa de un pequeño judío que escribió la Biblia. Pero no: la voz de Rodríguez tiende a súbitos agudos y vive en un piso bajo y lo único que hace es ver el presente. Todo el tiempo, todos los tiempos. Pero –sorpresa– hay momentos en los que el presente alcanza al futuro. Como cuando volvió a ver 2001: A Space Odyssey aquel 1º de enero mirando al cráter Tycho por la ventana. O ahora mismo, cuando este 21 de octubre de 2015 es diferente pero exactamente aquel en el que Marty McFly y Doc se proyectan desde 1985 en Back to the Future II. Y, de nuevo, como sucedió con el monolítico Kubrick, allí, en el Hill Valley al que arriban esos dos crononautas, nada es como se pensaba que iba a ser. Y uno de los grandes triunfos de la ciencia-ficción es el de equivocarse y no predecir sino alterar. Están, claro, los que se entusiasman ante los avances antes de fecha de Verne & Wells y de ese Clarke al que el ya mencionado Kubrick traicionó por amor a lo misterioso e insondable. Pero Rodríguez –educado en Nueva Dimensión, Minotauro, Ultramar, Acervo, Super Ficción– siempre prefirió esos futuros inmediatos y descompuestos y cromados y casi inmediatamente oxidados de J. G. Ballard o Philip K. Dick. Así que ahora –mientras su hija y su hijo devoran esas distopías juveniles en las que los adultos parecen empeñados en poner a competir a los adolescentes y chicos y chicas vagan por paisajes entropistas– Rodríguez, como entonces, opta por proyectarse hacia delante muy poco. Lo justo. Lo suficiente como para saber que al viernes le sigue un sábado y al sábado un domingo. Después, quién sabe, tal vez acontezca algo extraño y desconocido y lleno de peligros o prodigios llamado lunes, donde y cuando los científicos de entonces le susurrarán, excitados, acerca del reciente descubrimiento del martes.
DOS Uno de los grandes hallazgos de Back to the Future II –la favorita de Rodríguez de la trilogía– es su ritmo de vaudeville enloquecido y modificador de líneas temporales como trazadas por un Frank Capra en LSD. Jugando y mezclando todo lo que pudo o podría ser con lo que fue y que ya no es exactamente así. En ese sentido, el vértigo de esta segunda entrega de la saga dirigida por Robert Zemeckis –vuelta a ser vista esta noche de octubre– le recuerda a Rodríguez la situación política actual de Cataluña con un gobierno en trámite a ser compuesto o descompuesto por demasiadas cabezas bajo la ambigua etiqueta de Junts pel Sí. Hasta donde se sabe, no están ni muy juntos ni muy afirmativos. Y con un Artur Mas decididamente ucrónico y mutando de confirmado listillo escapista a supuesto mártir por la patria que no sabe si va o viene o si regresa al futuro o va al pasado. Y el resto Distanciados por el Ni y necesitando de los votos de la CUP que exige independencialypse now. Y las horas corren y los minutos vuelan como en ese relampagueante reloj de la plaza central de Hill Valley.
TRES No hay futuro pero –como se ríen mutuamente de sus gracias argento-sloganeras los mellizos argentinos Bebe y Nene Fagliacce-Stein– sí hay futurro. Aquí y ahora. Gente que prefiere fotografiarse de espaldas a la Gioconda en lugar de verla. Muñecas que menstrúan y un chico que se gasta todo lo que no tiene en cirugías plásticas para parecerse al Ken de Barbie y después se muere. Planes para colgar “sombrillas” en órbita que desaceleren el calentamiento del planeta producido en las playas de aquí abajo. El smartphone coronado como “el artilugio más popular de la historia” (y el que se puedan purgar hasta dos años y medio de cárcel por espiar el de tu pareja) que pronto incluirá una app para detectar si su usuario está al borde de una depresión por variables de tono y ritmo en su voz. Y Barcelona es consagrada como la capital mundial del teléfono móvil robado y España se prepara para consagrarse como el tercer país más turisteado luego de Estados Unidos y Francia. Y Europa se muere de vieja y no sabe qué hacer con tanto refugiado y, en algún pliegue espacio-temporal, Doris Day sigue cantando día a día aquello de “Qué será será”: canción de la que hay versión a cargo de Alvin y las Ardillas y sus vocecitas doraditas que son la muerte y son una mierda, hermano.
CUATRO Philip K. Dick –quien, por suerte, era demasiado imaginativo para preocuparse por lógica o coherencia y, aun así, adelantó muchas de nuestras taras– aventuró en su momento que para el 2000 “un virus alienígena, traído a nuestro planeta por una nave interplanetaria, extinguiría la vida humana en la Tierra pero no se propagaría a las colonias en la Luna y en Marte”; pero que antes, en 1995, “el uso de computadoras en manos de ciudadanos comunes y corrientes transformará a las personas de pasivos espectadores de televisión en seres mentalmente muy alertas, altamente capacitados y expertos en el proceso y aplicación de data altamente sofisticada”. Ahá. Siri envía saludos. Por su parte, J. G. Ballard fue más panorámico y existencialista: “En el futuro todos necesitarán ser críticos de cine para encontrarles algún sentido a las cosas, a una realidad que será mitad Disney y mitad Microsoft... Si hay un poco de suerte, el futuro pertenecerá a la magia y no a la ciencia... Pero en realidad el futuro ya no le interesa a nadie... Me parece a mí que lo que la gente más teme del futuro no es que vaya a suceder algo terrible sino que nada suceda... Podría sintetizar al futuro en una sola palabra, y esa palabra es aburrido. El futuro va a ser aburrido.” Más ingenioso que genial, Albert Einstein se desentendió del tema con un relativista “Jamás llego a pensar en el futuro porque llega y pasa demasiado rápido”. Los tres, ahora, están muertos, son parte inseparable del pasado, pero siguen estando aquí y estarán allá mañana.
Rodríguez, vivo aún, también; pero vaya a saber por cuánto tiempo más. En algún momento, lo presiente, su capacidad para el recuerdo comenzará a mermar así como serán menos los momentos que le dedicarán a su recuerdo aquellos que lo sobrevivan. Y –tarde o temprano, cuando no se acuerde de nada y cuando nadie se acuerde de él, cuando se apague su luz de estrella muerta o sea devorado por el agujero negro del olvido sin retorno– Rodríguez dejará de ser. Mientras tanto y hasta entonces, contemplando a ese fracasado pero triunfal DeLorean tuneado para desplazarte a lo largo y ancho de décadas (que en una primera versión del guión era un refrigerador; pero a la gente de marketing le pareció difícil vender pequeños refrigeradores a los niños y a los abogados les dio miedo que los niños se metiesen en refrigeradores y se asfixiaran buscando huir de sus padres listos para demandar a los estudios), Rodríguez sólo tiene una certeza: antes y durante y después, cowboy o estudiante o magnate corrupto y todopoderoso, el descerebrado hombre común de nombre Biff siempre acabará sepultado por una montaña de mierda.
La mierda –lo saben tanto los bebés como los ancianos– no tiene edad.
La mierda es eterna.
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