› Por Sandra Russo
Recordé de pronto que alguna vez había escrito algo sobre el lenguaje nushu, que mantuvieron vivo durante mil años las mujeres chinas de Hunan. Busqué ese archivo, sin saber ni cuándo ni en qué contexto me había referido a ese extraño alfabeto secreto que llegó a tener 700 caracteres. Lo encontré. Fue en una nota de 2010, que se llamaba “Comunicación”. Ahí estaban esos datos sobre el lenguaje nushu, que aquellas mujeres a las que sus madres les habían vendado los pies desde su nacimiento, y que a su vez vendaban los pies de sus propias hijas –incapaces de revertir ese dispositivo de violencia de género que no era percibido como tal–, inventaron codificando signos en las vendas de los pies fracturados y deformados al gusto masculino, y en los abanicos que usaban sentadas en círculo entre ellas. No podían hablar ni salir solas de sus casas. Lo único que podían hacer era mirarse a sí mismas, de modo que se comunicaban mirándose los pies y los abanicos. En 2004 murió la última mujer china que conocía el lenguaje nushu. Ningún hombre logró nunca decodificarlo.
En esa misma nota, recordaba al querido Alberto Trotta, preso político en la dictadura de Lanusse, que relataba cómo en la cárcel de Coronda, incomunicados en un mismo penal pero en distintos pisos hombres y mujeres, habían hallado la manera de establecer contactos entre ellos a través de las tuberías de los baños. Alberto contaba cómo se arremolinaban todos alrededor de los inodoros, en cuclillas, por la madrugada, y cómo ese sistema que primero se usó para transmitirse noticias urgentes o graves, con el tiempo llenó esas tuberías de chistes, saludos y hasta de canciones.
En materia de comunicación, siempre ha habido resquicios, surcos, soportes disruptivos que permitieron, en todas las épocas y en diferentes contextos, hablar desde la resistencia a la comunicación oficial de los grandes medios. La comunicación oficial capitalista es la que emite un sistema completo, un poder fáctico que dicta a las multitudes sus clichés destinados a la repetición acrítica de sus afirmaciones. La cultura de masas tiene sponsors y los beneficia. Y sin embargo, pese a esa captura de la imagen constante, simbólica e invisible para millones de personas, el impulso de la comunicación política germina en otro lado. Nace en los bordes. Siempre ha hecho nido en las paredes.
Desde la desazón de los primeros días posteriores a la primera vuelta electoral, una extensa y fabulosa campaña popular se puso en marcha, encarnada en hombres y mujeres de todas las edades y latitudes, en estudiantes, jubilados, científicos, artistas, docentes, comerciantes, empresarios, obreros, amas de casa que hasta entonces habían seguido el derrotero político sin pertenencia a ninguna organización, en muchos casos, o a organizaciones de base en muchos otros.
Esto no lo puede el marketing: esa multitudinaria campaña política popular diversificó el escenario de la pintada, que es la pared, y la llevó a ascensores, mesas de bares, estaciones de trenes, paradas de colectivos, postes de luz, vidrieras. También se diversificó su forma. Agregó la palabra dicha por alguien que pone, además, la cara. Ponen la cara, el cuerpo y la palabra los que le tocan el timbre al vecino, sean famosos o anónimos, e intentan dar a conocer su posición. La ponen los científicos que lavan platos en una performance de evocación dolorida, o explican en Constitución para qué sirve lo que hacen. La ponen los secundarios que cuentan en los colectivos una historia familiar con registro de lo que significa quedarse sin trabajo. La ponen los empresarios de pequeñas y medianas empresas que hemos visto en estos días cómo les han explicado a sus empleados que si se abren las importaciones ellos no perderán dinero, pero se convertirán en importadores, y dejarán de dar trabajo.
El despliegue prolífico y diversificado hasta la médula de esa inédita forma de comunicación tiene en su orillo el signo de la resistencia, porque contiene su propia historia de mensajes que deben ser empujados con el propio cuerpo porque han sido desplazados precisamente por cuestiones políticas de los medios de comunicación convencionales. El grueso de esa comunicación lo que denuncia es el doble, triple, cuádruple discurso de Mauricio Macri y sus referentes de todo orden, a quienes vemos decir cosas completamente contradictorias todos los días sin que decenas de periodistas profesionales parezcan advertirlo y los interpelen. Ellos forman parte de la comedia según la cual hay un candidato que viene a hacernos la vida más cordial, y nunca explican, por ejemplo, cómo es posible que un pueblo esté tan harto de una inflación del 25 por ciento, que esté dispuesto a cambiarla por una del 50 por ciento, que además traerá aparejado el desempleo. ¿Eso no es simplemente ridículo?
Esa marea de mensajes le sale al cruce a la hipocresía por la que navega Macri. El candidato de Cambiemos ahora dice que “los kirchneristas lo tienen harto porque todos los días dicen algo diferente”, y que “hay que terminar con el pensamiento único”. Es fácil saber lo que le aconsejó su experto: acusalos de lo que te acusarían a vos. Y ahí vamos, escuchándolo decirles a las corporaciones que ellas le dictarán las políticas, y a los periodistas que él comandará la economía. La ficha de oro de la derecha es la desinformación, a la que contribuyen muchos de los que tienen por oficio la información.
Esa multitudinaria campaña política de resistencia a un sistema de información tramposo también circula en las redes sociales, de un modo que hasta ahora por lo menos en la Argentina no habíamos visto, y no sé si en otra parte. El portal Resistiendo con aguante era secreto y fue creado sin otro propósito que espejar voluntades de seguir adelante, pero reventó de invitaciones y de adhesiones a lo largo y ancho del país. Allí nadie es anónimo y nada es virtual, los mensajes transcurren en el andarivel de la confrontación política, pero no rozan la cloaca en la que se sumergen esas mismas redes en los comentarios de los grandes diarios. Y además, la red es solamente un instrumento para dejar constancia de lo que ya se ha hecho en la vida real, en la materialidad de la vida en común, en un sinfín de escenarios donde cada cual interviene como puede. Cada uno llega a la red a contar lo que ya hizo: un taxista escribió en decenas de billetes que dará de vuelto “Macri no”; una mujer invitó a cenar con postre casero incluido a sus suegros que votaron a Massa para convencerlos de que no voten a Macri; un hombre puso un cartel en la ventana de su living: “Voto a Scioli. Si querés saber por qué, tocame el timbre que te invito un café”; dos maestras jardineras escribieron “Scioli Sí” en centenares de etiquetas escolares que después fueron pegando por su barrio; un pibe dejó todas las servilletas de un bar escritas con la leyenda “Amor sí/Macri no”, para que los sucesivos clientes las vayan viendo; una mujer cuenta entusiasta que consiguió quien la ayudará a llevar a votar a su abuela de 88 años, que quería ir el 22 pero no podía, porque está en cama. “Un voto más!!, escribe”.
El acto relámpago peronista nació en la resistencia, cuando en este país se le llamaba democracia a un sistema que proscribía a su mayor partido político a través de la sencilla operación de lenguaje que consistió en llamarlo “tiranía”. Esta avalancha colectiva de comunicación y de fricción con esa hipnosis de los medios, que insisten en no advertir las contradicciones de Macri, se inscribe allí, en esa línea de sentido que abrazan millones que toman la posta de otros millones que la abrazaron antes, y se anticipan a los que vendrán mañana. La historia no tiene sponsors.
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