› Por Hugo Soriani
En mi casa de la calle Yatay, en Almagro, mi padre se sentaba a escuchar música clásica en un “comedor” en penumbras (en esa casa no existía el “living”, había comedor, zaguán y vestíbulo). Sobre todo cuando se quedaba solo por las tardes y muchas veces lo sorprendió mi llegada cuando él, copado, hacía los clásicos gestos del director de orquesta, mientras escuchaba esos pesados discos de pasta que guardaba con la prolijidad del militar que llevaba adentro. Para esos años ya estaba retirado del Ejército, que lo dio de baja en el 52 por su complicidad con todo movimiento que se armara para derrocar a Perón.
De vez en cuando, también escuchaba la marcha de la Revolución Libertadora y le brillaban los ojos: “...en lo alto la mirada/ luchemos por la patria redimida...”, repetía y se emocionaba el Capitán, mientras lustraba el sable que conservaba esperando una reincorporación que nunca le llegó.
A veces, lo ayudaba a limpiar esos discos con un cepillito de madera con base de terciopelo bordó, al que había que pasar siguiendo la dirección del surco, para arrastrar la pelusa y que no se dañara la púa.
Un día se decidió y le cambió la bandeja giradiscos al “combinado”. Así se llamaba un mueble grande, de buena madera, que ocupaba un buen espacio del comedor de casa, con una tapa que se abría hacia arriba dejando ver una radio a válvula a la que había que esperar un rato, luego de encenderla, para que comenzara a funcionar. El dial tenía una luz interna y una aguja que recorría de lado a lado las frecuencias: un concierto de ruidos. La radio quedó y el tocadiscos que incorporó mi papá pasó a ser un Winco de color beige, el clásico, que le dio un toque nuevo a ese viejo armatoste. La púa tenía dos posiciones, una para escuchar en 33 o 45 rpm, y otra para 78 y había que girar la cápsula para elegir una u otra variante.
Los primeros discos propios que recuerdo eran unos “simples”, lado A y B, de un tipo que se llamaba Tatín. Tenía un bigote finito y cantaba: “Yo soy Tatín, muy chiquitín, muy regalón...”
La televisión era en blanco y negro, no existía el control remoto y había que levantarse para cambiar el canal, o subir al techo a mover la antena cuando la imagen hacía “fantasmas” o se veía con “rayas” o “llovido”. Ahí subía mi padre, que no bajaba hasta que yo no le avisaba a los gritos, desde el patio de mi casa, que la pantalla estaba perfecta.
Era la época del Yo-Yo Russel, que Coca-Cola hizo famoso, la del “Subiría”, un jueguito que consistía en una bolita de acero que debía subir una pequeña loma, todo dentro de una pequeña cápsula transparente. También de las sandalias Skippy, un engendro de plástico que nuestros padres nos obligaban a usar porque eran baratas e indestructibles. Había de varios colores y en verano hacían transpirar tanto los pies que era imposible correr con ellas puestas.
Llenar el álbum de figuritas era una hazaña, sobre todo una colección de la marca Starosta, donde las “difíciles” eran tres ignotos jugadores que se llamaban Resucchi, Puntorero y Oster, de Vélez, Atlanta y Ferrocarril Oeste, si no me equivoco, porque escribo desde la memoria del barrio y no de Google. Después de todo, como dijo Gabriel García Márquez alguna vez: “la vida no es lo que uno vivió sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”.
Las chicas usaban “Colorete” en sus mejillas y se inflaban los peinados con “Spray Net”. Mi viejo se compraba algún traje en Braudo, que venían con dos pantalones, y los muebles más buscados eran los de Eugenio Diez. El “gofio” era un polvito mágico, pero no cocaína sino color marrón claro, que de chicos comíamos para tener las fuerzas de Martín Karadagian y su troupe de Titanes en el Ring.
Algunos años después ya tuve edad suficiente para ir a comprar los discos solo. Iba a Frávega de Corrientes y Medrano, donde había cabinas individuales a las que uno podía entrar para escucharlos y elegir. Siempre pedía el doble de los que finalmente compraba, así podía enterarme de las novedades. Era capaz de quedarme un par de horas adentro de esa cabina, escuchando mis ídolos de entonces que se reunían en El Club del Clan y donde empezaban a brillar Palito Ortega, Jhonny Tedesco con sus pulóveres de todos los colores y Nicky Jones, que curtía una onda hawaiana con camisas de grandes flores estampadas y hasta ojos rasgados. La otra tienda favorita era El Centro Cultural del Disco, de Santa Fe y Riobamba, donde si uno era socio, con carnet y todo, obtenía buenos descuentos. Además, ahí tenían discos importados que no se conseguían en ninguna otra parte.
Era el país de Onganía y es el punto de inicio de mi memoria política, porque antes sólo recuerdo la pasión con que mi padre escuchó, con su radio Spica pegada a la oreja, la entrada de Fidel Castro en La Habana, en enero del 59, cuando nadie pensaba que Fidel encabezaría la revolución socialista que marcó para siempre a gran parte de nuestra generación.
Ya con oreja propia, no sólo seguí con los Beatles y Elvis, sino que fui sumando otros grupos hasta que Pete Seeger, el trío de Peter, Paul and Mary y luego Bob Dylan y Joan Baez, todos ellos comprometidos con la lucha de Martin Luther King por los derechos civiles, irrumpieron en mi vida y la cambiaron para siempre.
Hacia finales de los sesenta el rock nacional surgió con fuerza. Los Gatos de Litto Nebbia y los Beatniks de Moris daban paso a las nuevas bandas que se formaron bajo su influencia. Mi militancia en el colegio secundario se alternaba con los recitales en el Auditorio Kraft o en el Instituto Di Tella, donde Almendra estrenaba su primer disco y nos volaba la cabeza a todos.
Creo que empecé a trabajar como vendedor de libros a domicilio sólo para aportar fondos a mi organización política y, sobre todo, para comprar los vinilos de Manal, Vox Dei, Arco Iris, Billy Bond o La Cofradía de la Flor Solar. Luego se sumaría Raúl Porchetto, con su Cristo Rock, y León Gieco, que llegó a fines del 72 con un álbum de folk rock inolvidable. El disco se llamó León Gieco, pero se hizo famoso como El país de la libertad. Su tema “Hombres de Hierro” fue un homenaje al Mendozazo y todos celebramos la llegada del Dylan argentino. Pescado Rabioso, Invisible, Aquelarre, Sui Generis, Pedro y Pablo y tantos otros fueron completando un panorama que abarcaba todos los géneros musicales y testimoniales.
Mi colección de vinilos crecía y con mi viejo, que hacía esfuerzos por apartarme de mi compromiso político, compartíamos la pasión por River y por algunos temas de rock que él escuchaba a mi lado en ese viejo combinado que aún en el 74 seguía presidiendo el comedor de nuestra casa de Yatay. El Capitán dejaba de leer La Nación apenas escuchaba los primeros acordes del Oso de Moris, al que había rebautizado “El Animal”, y juntos entonábamos aquello de “yo vivía en el bosque muy contento”.
En el 74, mi colección de discos sumaba casi doscientos. Más de la mitad fueron requisados por la patota que allanó mi casa en diciembre de ese año, cuando fui detenido. También se llevaron algunas colecciones de revistas como Cristianismo y Revolución, Satiricón, Chaupinela y Crisis. Reinaba el terror de López Rega y las Tres A, y se avecinaba la catástrofe.
Pasaron casi diez años hasta que salí en libertad. Volví a la casa de mis padres, que ya no era la de Yatay sino un departamento más pequeño en el mismo barrio de Almagro. Recuperé algunos discos que se habían salvado y otros los sigo buscando hasta hoy por diferentes plazas, ferias o “cuevas” de Buenos Aires.
“¿Tenés vinilos de Los Gatos?”, fue la frase con que machaqué mil veces la paciencia de mi hijo Joaquín, cuando de mi mano él cambiaba sus figuritas en el parque Rivadavia mientras yo buscaba alguno de los discos que me habían robado, o las Starosta con las caras de Resuchi, Puntorero y Oster, los que me seguían faltando para llenar aquel álbum de la infancia.
A veces encuentro algún disco que tuve y pienso que es el mío, que vuelve a mis manos para que lo acaricie como en aquellos días.
Otros tienen dedicatorias que asombran o estremecen. “Con amor, porque en la calle codo a codo somos mucho más que dos”, le dice un tal Ramón a alguien en la contratapa de “Canciones para el Hombre Nuevo”, de Daniel Viglietti. Jaime Dávalos, de puño y letra, le dedica uno suyo que compré por ahí a un tal Gedalio Tarazón, “que empuja en la recuperación de la conciencia nacional”, y pone la fecha: 24 de junio de 1966, cuatro días antes del golpe de Onganía a Illia. Nunca pude averiguar quién era el tal Gedalio, ni para qué lado empujaba.
“A nuestra hija Victoria, para que se duerma escuchando ‘las Nanas’, y sueñe con un mundo nuevo, con amor, paz y justicia para todos”, le dicen sus padres a la niña, en la lámina interior del disco donde Serrat canta a Miguel Hernández.
Lejos de las ediciones nuevas que los grandes sellos han resucitado ahora a precios insólitos, de las láminas lujosas en papel satinado y fotos hiper retocadas, de la “noche” o el “día del vinilo”, los inventos más recientes, sigo persiguiendo aquellos viejos discos con la misma pasión que en mis días de adolescencia.
Siempre hay alguno por recuperar o sumar a la colección. Hay que esquivar a los mercaderes que subidos a la ola son capaces de pedir hasta diez mil pesos por el Artaud de Spinetta, ese de la tapa rara, o por otro inconseguible como Pidamos Peras a Mandioca, con temas de Manal, Papo, Tanguito y Alma y Vida.
Poco importa si los nuevos formatos suenan mejor o peor, si son más fáciles de llevar de un lado al otro. Para algunos, los viejos vinilos son incomparables. Abrirlos, mirar sus láminas, leer sin lupa las letras de las canciones, gozar el arte de tapa, tocar ese cartón ajado por los años, limpiarlos sólo con agua de la canilla y no fallar con el pulso para apoyar la púa en cada surco son parte de una ceremonia casi mística. Aunque suenen gastados, golpeados, con “frituras” o rayados. Después de todo, así quedamos nosotros desde entonces.
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