Jue 19.11.2015

CONTRATAPA

Recurso

› Por Guillermo Saccomanno

A los setenta y tres, jubilado del Poder Judicial, solterón empedernido, al doctor Malbrán, del sexto A, le está costando la soledad. Siempre trajeado, siempre de corbata, nunca se lo ha visto como últimamente, sombra de barba, el cuello de la camisa desabrochado, el nudo de la corbata flojo. Hasta no hace mucho mantenía la prestancia y se las ingeniaba para mantener, previa cena elegante, un encuentro amoroso cada quince días, con Liliana, una contadora cincuentona y viuda que, como él, no quería un compromiso mayor que estas citas. Pero, de esto hace unos cuantos meses, cuando se dio cuenta, preocupado por la taquicardia, de que estaba abusando del Viagra. Consultó un cardiólogo. Le propuso a Liliana verse una vez al mes. Y ella no aceptó. A Malbrán ya no le motivaba encontrarse a cenar con unos antiguos compinches de Tribunales. Dejó de caminar todas las mañanas por la Reserva Ecológica. Tampoco salía por las noches a comer en la parrilla de la vuelta ni bajaba por las tardes a pasear por Plaza San Martín y tomar un café en el Florida Garden. Sin advertirlo, empezó a encerrarse. Hasta que se dio cuenta de qué le estaba pasando. Malbrán se dijo que había llegado la hora del último recurso. Algo así como un recurso de amparo. Previsor, lo había programado hacía cuarenta años, cuando se vino a vivir a esta zona del Bajo. Cuando le faltaran amantes, cuando llegara ese momento, podría bajar y levantar una chica de la calle. Hasta ahora se había jactado de no haber pagado nunca por los servicios prestados. Una chica de la calle. Porque Malbrán no puede pensar una puta. Le resulta indigno. Mejor, trabajadoras sociales. Argumentos para calificarlas así no le faltan. Y, de paso, lo justifican. Las chicas abundan alrededor del edificio. Una chica de la calle y al hotel de la vuelta. Sin que lo vean los vecinos del edificio. Esta noche de jueves hay movida en el barrio. Siente que no aguanta más. Se afeita, se pone una corbata, toma media pastilla azul. Ensaya una sonrisa seductora en el espejo. Esta noche de primavera suben hasta el sexto A las músicas, los gritos, las risas, las bocinas. Las calles y los bares se colman. Pululan bandas de jóvenes. También los faloperos y las chicas. Todo un carnaval, una fauna chillona que se grita por encima de los parlantes de los autos que pasan lento con la música a todo volumen. En la esquina el Lonelyheart, el bar de solos y solas está que revienta. Adentro las parejas se menean bailando tropical hasta quedar sin aliento. Después las veteranas y los jovatos salen a fumar en la vereda, hay que verlas chorreando maquillaje y apestando el aire con su marea de perfumes. Y ellos, con sus ademanes de conquistadores, las sonrisas ganadoras impostadas. Malbrán detesta el papelón de la edad que hacen esos tipos. Frente al Lonelyheart está el Snark y en la puerta el rapado de traje negro que encara turistas y solitarios y les reparte tarjetas proponiéndole tragos y chicas lindas. Unos metros más allá, en el banco de la peatonal, está sentada esa chica rubia con el celular: siempre cruzada de piernas, siempre concentrada en el aparato. La chica podría ser su nieta, pero Malbrán no tiene familia. Y ella no es una nena. Seguro, no es una cero kilómetro. Pero puede venderse como tal. Una trabajadora social precoz, se dice. Malbrán vacila, la chica lo mira. Malbrán se hace el indiferente. Si va a pagar, quiere ver qué más ofrece el mercado. Sigue caminando. Enfrente está el Newport, y como siempre en la puerta, dos alternadoras invitan a pasar. Basta verles las expresiones para comprobar que el futuro las olvidó. En la esquina hay más. Una morocha de rasgos aindiados lo atrae. Debe tener más de treinta, calcula Malbrán. Pero con las indias nunca se sabe. Viene un auto, frena. La india sube al auto. Malbrán sigue caminando. Más boliches, ahora locales que la van de irlandeses. Acá el público es otro. Chetos borrachines de cerveza. Hay que ver las chicas. Se creen cancheras porque putean. Malbrán las mira. Ninguna le llevaría el apunte. Después, una cuadra más allá, están los travas. Quiere evitarlos. Pero lo encierran, lo manotean. Le cuesta zafar. Vení, bombonazo, le dice uno. Y lo besa. Si volvés a pasar, señal que te gusta, papi, le dice otro. Agitado, con el perfume de los travas en la nariz, Malbrán se apura. Todavía puede probar con la chica del celular. La busca. Pero la chica ya no está. Es tarde, se dice. Siente taquicardia. Lo más saludable es irse a la cama. Vuelve al edificio. Para colmo, el ascensor no responde. Alguien dejó la puerta abierta en algún piso alto. Seis pisos no son tanto, se dice. Malbrán empieza a subir. Despacio. Toma aliento. Una mala noche tiene cualquiera. Se detiene en cada piso. Se sienta en un escalón. Le faltan dos pisos. Apenas entra al depto se moja la cara, toma agua, se acuesta. Se acuesta vestido. Piensa en la chica del celular. Siempre hay un recurso más, se dice. El último no es último. Hay un último después del último. Malbrán cierra los ojos. Los párpados apretados, la imagina y se toca. Pero nada. Por más que insiste, nada. El sueño lo gana.

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