Vie 27.11.2015

CONTRATAPA

Contra la fiebre amarilla

› Por Juan Forn

Para sobrellevar estos días encontré Morfina, de Bulgakov. Los que saben de Mijail Bulgakov dicen que su mejor libro es su novela fáustica, El maestro y Margarita (el diablo, disfrazado de italiano, llega a Moscú, y la deja hecha fleco), pero lo que yo quería era salirme del pantano, no internarme más en él, así que elegí Morfina.

En el año uno de la revolución en Rusia, un joven médico recién graduado llega a su puesto en un dispensario perdido más allá de Smolensk. Los faroles de petróleo más cercanos están a nueve verstas, en la estación de ferrocarril, y la luz eléctrica a más de cuarenta verstas, en la capital de distrito. Lo reciben una comadrona que hace de enfermera, un enfermero que saca dientes tal como los carpinteros extraen clavos de la madera vieja, y un mujik que se encarga de los caballos y el carbón y el alambique casero de vodka que los mantendrá vivos durante el invierno. ¡Le deseamos que se acostumbre a estar entre nosotros!, le dicen cuando llega.

El doctorcito no acaba de acomodarse cuando traen al dispensario a una chica con las piernas aplastadas por un arado. Casi no tiene pulso, es un guiñapo humano. No la martirice, no podrá salvarla, le murmura el enfermero. Los familiares de la chica y la comadrona lo contemplan con ojos mudos. Con un hilo de voz él ordena que la pongan sobre la mesa de operaciones y le inyecten alcanfor. Nada de lo que estudió lo ha preparado para este momento, sus conocimientos se desvanecen en esa neblina que es su cabeza, el sudor le cubre los ojos y los brazos se le ensangrentan hasta los codos mientras corta, tapona, reconstruye y descarta lo que no puede reconstruir. Cuando termina, pregunta a la comadrona: “¿Sigue viva?” Un tercio de las piernitas ha quedado en el piso de la sala de operaciones. La comadrona dice: “Vivirá. Vaya a descansar”. El se desploma en su camastro pensando: no tardarán en llamar a mi puerta para avisarme que ha muerto. Llaman a la puerta, pero dos meses después. Es alguien que quiere saludarlo: la chica, en muletas, sonriente, la pierna salvada pisando tentativa pero grácilmente las tablas del suelo.

Un año va a estar el doctorcito en aquel dispensario. Sacará garbanzos de oídos infantiles, enfrentará neumonías, hernias, sarcomas, difterias, heridas de arma blanca y de fuego, hemorroides, sífilis y partos, atenderá a quince mil pacientes y sólo se le morirán seis. Desde el primer mes acudirán a verlo hasta noventa personas al día porque, luego de una traqueotomía exitosa, se correrá la voz por las aldeas: el doctorcito le puso una garganta de acero a un niño que no podía respirar. Le harán saber cuando se equivoca, también. Una campesina llega un día con su nieto de un año en brazos. Al nieto le falta el ojo izquierdo, debajo del párpado tiene un globo amarillo. “Dale unas gotas y sánalo”, pide la vieja. Por qué no lo trajiste antes, le grita el doctor. “Mi esposo no me dio el carro, son sólo cinco verstas, para qué cansar en vano al caballo.” Sólo queda operar, a esta altura, dice el médico. “¿Cortar, dejarlo sin ojo?” ¡No tiene ojo, mujer! “¡Hace tres días lo tenía!”, grita ella, arranca al nieto de la camilla y se va.

Una semana después, en la sala de espera, una vieja se queja de un dolor en el costado. El doctorcito la hace entrar, la vieja tiene el cuerpo abultado, envuelto en un chal. Cuando lo abre, hay un niño que mira el mundo con hermosos ojos castaños. “¿No lo reconoces? ¡Decías que no tenía ojo, pues le ha salido uno!” Mientras el médico revisa al niño y descubre en el párpado inferior una pequeña cicatriz en la mucosa, la vieja dice: “Cuando volvíamos a casa la otra vez se le reventó solo, salió el pus y...” No hace falta que expliques, mujer, ya he comprendido, la interrumpe el médico, pero ella sigue: “Sí hace falta. Te lo traje para que aprendas, doctorcito”.

Tiene mucho que aprender el doctorcito. En medio de una tormenta de nieve, luego de que se le haya muerto en brazos una novia a la que acudió a salvar, se niega a permanecer en un lugar donde es inservible, necesita con todo su ser salvar a alguien, decide volver al dispensario aunque no se ve el camino en la blancura de la tormenta. El trineo y los caballos se hunden en la nieve, el cochero lo maldice por haber querido volver, él empuja el trineo desde atrás mientras el cochero tira de los caballos cuando ve acercarse un punto negro que se va convirtiendo en dos, que se van convirtiendo en gatos, y siguen creciendo y ya parecen perros, pero son lobos. El manotea la pistola que lleva al cinto, le grita al cochero mientras dispara una y otra vez, se pregunta si son dos o una manada, imagina sus propias entrañas destrozadas mientras sigue vaciando el cargador, el trineo toca de pronto suelo firme, han encontrado el camino, por fin ven a lo lejos el farol del dispensario y les parece más hermoso que un palacio, el cochero le palmea el hombro: “Se te ha muerto una esta noche, pero se salvaron dos”.

Morfina es un libro único porque muestra a un médico desde adentro. Sospecho que todos hemos tenido en la vida una buena ración de esa omnipotencia que es la coraza externa favorita de los médicos. Ver a uno desde adentro, en cambio, y más aún a la manera rusa, es una experiencia, porque nadie muestra mejor las cosas desde adentro que los escritores rusos. Luego de ese año de dispensario en Smolensk, Bulgakov fue reclutado como médico en el ejército. Escribió el primero de sus cuentos en un tren militar y al llegar a la siguiente estación lo envió a la revista del sindicato ferroviario, que se lo publicó. Recibió permiso para volver a Moscú, inició su carrera literaria, se puso muy pronto a Stalin en contra, que jugó con él como con una marioneta: se le concedió magnánimamente trabajar en el Teatro de las Artes de Moscú pero como tramoyista, se le ordenó escribir una obra sobre la infancia de Stalin pero se la devolvían una y otra vez para corregir, con los más peregrinos pretextos.

Bulgakov se puso a escribir una novela que contaba la historia de un dramaturgo sometido a ese ridículo calvario, en un mundo que se había vuelto loco. Se fue quedando ciego, así que le dictaba a su mujer. Quería titularla Notas de un hombre muerto. Quedó inconclusa a su muerte, en 1940, como casi todo lo demás que escribió durante años para el cajón (incluyendo El maestro y Margarita). De lo poco que dio por terminado, sólo lo satisfacían esos cuentos de médico que, al publicarlos, en 1926, había ordenado de tal manera que el último cuento (el que da título al libro) era el diario de un médico de un dispensario remoto, encontrado a su muerte, donde cuenta su adicción a la morfina en escalofriante progresión (“Cuatro inyecciones al día no es algo tan terrible”, “Tengo sueños dobles, son de cristal”, “Esto no es un diario, es una historia clínica”, “Estoy degenerado aunque todavía pueda tratar pacientes”, “El enfermero ha querido auscultarme, le juré que me tomaría un permiso para rescatarme”, “No necesito ayuda, no necesito ayuda de nadie, el tiempo me curará”), pero parece estar anticipando lo que sería sobrevivir día a día en la asfixiante Unión Soviética stalinista. Bulgakov se había hecho adicto a la morfina luego de contagiarse difteria de un paciente en Smolensk. Logró dejarla, con ayuda de su esposa, inyectándose cada día menos hasta librarse para siempre del vicio, algunos dicen en 1919, otros en 1922.

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