Mar 01.12.2015

CONTRATAPA

Homo Transición

› Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO En todas partes se cuecen transiciones pero, ah, la transición española... La Transición: cuarenta años a fuego lento y todavía no está lista para unos mientras que para otros es hora de modificar los ingredientes de la receta. Se supone que ya pasó; pero sigue pasando. Ahora, cuarta década en el horno, alcanzando por fin la misma edad de La Dictadura. Y de la Crisis de los Cuarenta. Y se vuelve a hablar y escribir lo mismo de siempre sobre lo mismo de siempre. La Transición transita: replay de la momia feroz de Franco rumbo a las profundidades de la tierra, de Juan Carlos I elevado a su trono campechano, y –clásico de clásicos– la foto de ese niño rubio, con su puñito en alto, a hombros de su padre militante comunista. Rodríguez ya está cansado de verlo: un tal Daniel Rivas Azcueta, que ahora tiene cuarenta y tres años. La foto –tomada por César Lucas– es en blanco y negro; pero Rodríguez siempre la ve sepia, del color de la memoria. El equivalente transitivo ibérico al rock-baby flotando en el Nevermind de Nirvana y, sí, La Transición española todavía oliendo a espíritu infantil, pero ya con dolor de huesos. ¿A cuántas chicas se habrá ligado este tipo identificándose en discotecas y bares como Transiciolín?, se pregunta Rodríguez. Seguro que a muchas, demasiadas. Porque la Transición todavía calienta y humedece. Y no hay viernes que Rodríguez no tiemble ante la posibilidad de que se estrene –turbiamente subvencionada– Solos en la madrugada contra los vampiros de La Movida. Prueba de ello son todos esos segmentos de noticiero y mesas de tv-tertulia y suplementos especiales con los superhéroes de la progresía/personajes de la cultura & Co. recordando dónde estaban y qué hacían cuando murió el Caudillo o sonrió Felipillo y...

Transición rima con Continuación...

DOS ...pero esta vez, parece, la cosa cambia un poco. Hasta ahora, La Dictadura era como un feroz Antiguo Testamento con Dios demandante y vengativo. Y La Transición era el evangélico relato de la parte lírica y bondadosa. Ya no, ya cada vez menos. El negro y blanco virando a negro y gris. Y se alzan voces pidiendo enmiendas constitucionales y arreglos a la ley de voto.

Arrancó diciembre, el mes de las elecciones generales, y todo está como patas arriba y en el aire y –detalle más que revelador– los titanes culturales no se han alineado con nadie esta vuelta y se augura el fin de la simple repartija bipartidista. Así, Rajoy esquivando debates y temas como ISIS (pero siempre listo para ir a comentar un partido del Real Madrid y darle una colleja a su hijo en cámara y micrófono); Sánchez como abducido por los fantasmas políticos del pasado del PSOE; y los recién llegados Iglesias tocando su guitarra de protesta y el ciudadano Rivera mitad Christian Grey y mitad Patrick Bateman quien, al menos, promete algo sencillo y útil: devolver la hora española a la realidad, a la misma que tienen Inglaterra y Canarias, y deshacer ese regalito que Franco le hizo a Hitler: que Madrid tuviese la misma hora que Berlín. Y Cataluña dividida y restando en todos los frentes cortesía de un tal Mas, alguna vez burgués condal y ahora renacido independentista dispuesto a lo que sea para seguir siendo president, incluso aliarse con aquellos que siempre lo detestaron y a los que siempre detestó. Muy transitivo todo, sí, (tal vez abría que rifar el cargo junto el Gordo Navideño). Y la gente ya empieza a pensar que en realidad no hay demasiada diferencia entre vivir con o sin govern. Y por encima de todo, la posibilidad posible de atentados yihadistas. Pase (o no pase) lo que pase, lo cierto es que nada ecualiza mejor y pone las cosas en su sitio que el miedo a que lo último que escuches en tu vida, aterrorizado y empequeñecido, sea un “¡Alá es grande!” Otros, tan cool-cult, se distraen lamentando el que un piano-solista Prince cancelara su paso por Barcelona por miedo a que le armen un Bataclan. Rodríguez, en cambio, piensa que no pasa nada, que mejor así, que no existe propuesta más absurda que las canciones de Prince, por Prince, despojadas de guitarras y bases rítmicas y coros y funk-psicodélico. Próximamente: Bruce Springsteen ofreciendo lo suyo en flautín.

TRES Resoplando, Rodríguez lee sobre la manutención de calles y estatuas del franquismo destacando, cara al sol, esa mole tolkienística/cormaniana que –con jurisprudencia y administración tan difusa como inviolable– es el Valle de los Caídos; donde yace el cuerpo de ya saben quién (por fin asumido como dictador por la Real Academia de Historia) y al que sus fans continúan rindiendo homenajes siempre nostálgicos de tiempos en los que España iba bien para ellos. Otros ofrecen batalla y claman por una república pensando en disciplinados y emotivos modelos alemanes o franceses sin darse cuenta de que lo que tocaría aquí, estaría más cerca de la “alegría” de la variante latinoamericana donde deportistas y figuras del espectáculo suelen acceder a una segunda vida estatal. En ese marco, seguro, Rodríguez –a diferencia de las dudas que lo asaltan a veinte días de las urnas– ya sabe muy bien por quién votaría: por el incombustible y, sí, muy cultural Raphael.

El Niño de Linares es, para él, de lo más auténtico y honesto que ha cantado por estas tierras: nunca se casó con nadie, siempre fue a lo suyo, luchó y ganó numerosos beneficios para su gremio, es adorado por rancios e indies, y tiene humor y sabiduría de sobra hasta el infinito y más allá de las efemérides. Todo lo que le falta a todos los candidatos de aquí y de ahora.

Raphael –quien llevaba años esperando que Almodóvar lo llamase– aceptó el ofrecimiento de Alex De La Iglesia para reírse de sí mismo (otra virtud inexistente en la de por sí risible clase política española que por estos días va a programas de entretenimiento a demostrar habilidades en baile y canto y ping pong) y ha regresado por todo lo alto en el film Mi gran noche donde hace de Alphonso, la versión mega-freak de sí mismo. Es decir: apenitas más freak. Raphael ya había flotado en otra de De La Iglesia: Balada triste de trompeta (donde el Valle de los Caídos cumplía la función del Monte Rushmore en North By Northwest de Alfred Hitchcock). Pero era apenas un perfume. Ahora, aquí, vuela. Raphael (esa ph en su nombre ofrendada a la Philips, su primera discográfica) también lanza álbum orquestal de título genial: Sinphónico. Y con motivo de su nuevo retorno concedió entrevistas que Rodríguez río y admiró. En una, un joven periodista imberbe le preguntaba “¿Qué se siente ser viejo?”. A lo que Rompe Raph respondió algo así como “Se siente lo mismo que sentirás tú. Sólo que yo lo hice y lo sentí antes. Y a ver si a ti te lo preguntará alguien de algún periódico de aquí a unos años...

Así –más trascendente que transitivo– se habla.

President, presidente, rey, lo que sea: Rodríguez lo votaría.

Pero, seguro, a Raphael nada le interesa menos que gobernar un reino en transición cuando es dueño de la tierra firme de su propio mundo donde siempre es su hora exacta, sentado sobre sus propios hombros, llevando la voz cantante y la batuta en alto.

Digan lo que digan él es –él sigue siendo– aquél.

La Transición, no.

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