Mié 09.12.2015

CONTRATAPA

Mal

› Por Guillermo Saccomanno

Para muchos, casi todos, Pereda es el malo del edificio. Se da cuenta por cómo lo miran, mejor dicho, por cómo no lo miran, evitándolo, sintiéndose avergonzados o culpables de algo que si todavía no hicieron terminarán haciendo y que, a la larga, Pereda descubrirá. Para ser el presidente del consejo de administración del edificio hay que ser observador. Por ejemplo, qué ocultarán estos que parecen tan transparentes, piensa observando a los nuevos, el matrimonio joven con la nena de cuatro, que ahora entran al restaurante. Hace menos de un mes que se instalaron en el quinto cé, un tres ambientes contrafrente. Agustín, se presentó el tipo. Pili, se presentó ella. Y Greta, dijo Pili aludiendo a la nena. Al mismo tiempo Agustín le entregó una tarjeta. Agustín Gómez Rinaldi, Brand Manager. Tenía el membrete de una multinacional. Cualquier tirifilo, piensa Pereda, le suma un apellido cualquiera a otro apellido y con eso se cree alguien. Pero, en el fondo, saben que no son nadie. Por eso prefieren darse a conocer sólo por el nombre. A Pereda le basta observarlos cuando entran esta noche al restaurante de Maipú y Paraguay. A este restaurante vienen muchos del edificio. Uno los ve comer y por lo que comen se sabe quiénes son. Uno es lo que come y también lo que coge, piensa Pereda. Y hasta ahora nunca se ha equivocado al juzgar al prójimo. Pili vacila en elegir un filet. Con ensalada de zanahoria, dice. Quiero papas fritas, pide la nena. No, te hacen mal, dice Pili. Quiero milanesa con papas fritas, exige la nena, más alto. Te dije que no. Yo quiero milanesa con papas fritas, grita ahora. Está bien, mi amor, dice Agustín, milanesa con fritas. Y vos, le pregunta Pili a Agustín. Qué vas a pedir. La nena vuelve a gritar: Quiero coca. Por favor, Greta, le dice Pili. Coca, grita la nena. Está bien, mi amor, dice Agustín. Una coca para vos. Y vos, vuelve a preguntarle Pili. Medio bife y una de rúcula. Vas a tomar vino, le pregunta él. No, una diet, dice ella. El menú no puede ser más obvio, piensa Pereda, a tres mesas de distancia, una distancia suficiente como para oírlos y, a la vez, mientras lee las necrológicas de La Nación, cada tanto los espía. No puede decir que son fea gente. Pero la verdad siempre es otra. Ella, morocha, tiene lindos rasgos, flequillo a lo Betty Page, ojos negros, una nariz respingada, pero el matrimonio y la maternidad la engordaron. Todavía puede parecer opulenta. Pero si no se contiene a tiempo, la celulitis y los rollos la deformarán. El, saco azul, pantalón gris, camisa rosada sin corbata, sombra de barba, podría ser más apuesto con su aspecto de simpático muchacho norteamericano de sitcom. Pereda deduce que debe haber sido deportista. Tal vez todavía juega al fútbol cada tanto. Pero el matrimonio también lo engordó. Y la nena, cachetona, una muñeca regordeta, con esas trenzas, y ese mohín tan mimoso como hipócrita, atracándose con las fritas, pronto va por la segunda coca. Pereda calcula cuánto les falta para el hartazgo. Seguro que él ya está cogiendo por ahí. Y ella, si no lo sabe, se hace la distraída mientras especula con el momento de recuperar, además de la silueta, la que ella era antes. Lo mismo Agustín, cuándo volverá a ser el que era antes. Los dos, agazapados, esperando volver a ser los que eran. Y no se dan cuenta que, en el fondo, siempre fueron estos, que van a seguir siendo estos por más que se separen porque, si se separan, volverán a resbalar en otra pareja, otro tres ambientes, otra criatura. Pereda prefiere no pensar en la nena. Entonces se acuerda de sus hijos. Juan, el mayor, agrónomo, padre de cuatro, casado con una rusita veterinaria, decidió hace rato que no tenía nada que ver con Pereda y, a pesar de su pretensión de diferenciarse, administra un campo en Castelli como él administra el edificio. Laura, que fue su regalona, abogada feminista en Chicago, le dejó bien en claro que tenía su vida y volver al país le interesaba tan poco como su padre. Si quería verla, tendría que pagarse el pasaje. Si quería verla, le presentaría a Zoe, su nueva pareja, una policía. A Pereda no le hace bien pensar en sus hijos. Y ahora, mientras paga, pasa junto a la mesa de los vecinos, saluda, vuelve al edificio, a su departamento en el décimo a, quiere olvidarse del matrimonio y la nena. Piensa que mañana tendrá que reclamarle a los viejos del cuarto be las expensas de cuatro meses. No son los únicos atrasados. Y después quieren que el edificio esté decente. No quiere pensar en lo que piensa. No quiere pensar mal de nadie. Y encima lo odian porque es quien se ocupa de cuestiones de las que no quieren hacerse cargo. Todos desprecian su preocupación por el bien común, pero ninguno quiere asumir su responsabilidad. Y a él, que se ocupa de todo, lo odian. Quién habrá sido el canalla que grafiteó el espejo del ascensor. Uno de los cabezas del tercero cé, seguro. En la próxima reunión de consorcio va a pedir que los expulsen del edificio a esos.

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