› Por Rodrigo Fresán
UNO Rodríguez lee en El Mundo un largo artículo acerca de otro de los efectos catastróficos del calentamiento global. La hipótesis ya comprobada de que el deshielo que intenta evitarse en París pondrá al descubierto cuerpos atrapados allí durante siglos o milenios y, dentro de ellos, expansivas familias de cariñosos virus prehistóricos listos para entrar en acción. Virus para los que no tenemos cura. De tanto en tanto sale alguno a la superficie y sorpresa (ya se ha cosechado alguno) y Rodríguez también lee allí que los centros de prevención de enfermedades son como bibliotecas tóxicas que custodian cepas monstruosas y que son hoy por hoy blancos perfectos para terroristas de esos que gritan que Alá, además de grande, también puede ser microscópico y mortal. Hay uno en Atlanta y otro en Siberia. Y nadie sabe muy bien lo que sucede allí dentro. Se supone que se buscan curas milagrosas y que se destruyen muestras incurables, pero ningún observador independiente ha verificado que así sea. Y abundan sospechas en cuanto a la posible fabricación de variaciones artificiales de pestes primigenias y armas de intoxicación masiva. También se susurra acerca de centros fantasma no declarados en algún lugar de China. Allí o allá duerme la virulenta viruela siempre lista para hacer de las suyas. Y Rodríguez tiembla y, para distraerse, piensa en que ya se acercan –que ya están aquí, que ya se encendieron las luces en las calles– esas fechas tan contagiosas y febriles: las fiestas de fin de año en las que, se sabe, el calor de hogar y el recalentamiento familiar y el rejunte de diferentes toxinas y bacterias provoca un efecto epidémico para el que no hay defensa alguna. Sólo queda entregarse y ser arrasado por la plaga y, apestado, rogar porque todo pase lo más pronto posible.
DOS Pero este año no va a ser sencillo. Porque a los lacrimógenos comerciales televisivos de la lotería findeañera (este 2015 toca variación animada sobre aquel que no compró décimo ganador pero se lo compraron sus amigos conocidos o desconocidos; por otra parte, el gobierno sigue sin derogar aquel “impuesto solidario” por el que los afortunados deben donar el 20 por ciento a Hacienda para ayudar al país a salir de una crisis supuestamente superada, según aseguran) y al del que vuelve a casa (a comer turrón El Almendro y, digan lo que digan, la emigración española ha batido records en el último trimestre) y al del cava catalán Freixenet (las burbujas doradas son en esta oportunidad las chicas del equipo de gimnasia rítmica), y a los de tantos perfumes (cada vez más alucinógenos, como si incluyeran fragancia a LSD), se suman demasiadas toxinas inesperadas. La novedad de elecciones generales el día 20 –cortesía de un Mariano Rajoy empecinado en que todo dure más y se lentifique y que nada cambie mientras se pueda, para esta fecha ya se habría votado– ha devenido en una temporada en la que los villancicos se funden con candidatos empeñados en mostrarse “humanos” y “cercanos” y “deportivos” y, lo peor, de todo “divertidos” y “ocurrentes”. Hogareños, sí. Metiéndose en nuestros hogares como microbios y bacterias. Así, Rodríguez ha sido testigo de postales difíciles de olvidar. Como Pablo Iglesias en ¡Qué tiempo tan feliz!, el programa de la matriarca catódica María Teresa Campos (pero Pablito luciendo más como en algo extraído de Saturday Night Live), guitarra en mano, cantando eso de “Duerme, negrito”, y evocando con voz emocionada el que su padre mega-progre hubiese pensado en bautizarlo Espartaco, Germinal o Progreso. Y, ah, esos spots de Save the Children en los que todos evocan, nostálgicos, lo traviesos que eran de niños (Soraya era “muy activa para organizar cosas en el cole” sin que eso le impidiese ser “una loca de la bici” mientras Rivera gustaba de arrojar ciruelas contra la pared, sépanlo). O Rajoy –luego de años de no salir de casa o de una pantalla de plasma, ahora “a gusto” y “de buen humor” en exteriores– perdiendo al dominó entre jubilados, comprando ensaimadas, parándose a parlotear en bancos de plaza y avisando que no va a decir nada sobre sus rivales porque “me aburre” para después ir a divertirse junto al rancio e incombustible y cantarín y chistoso Bertín Osborne, al frente del programa hit de RTVE En la tuya o en la mía. Ahí, jugando al metegol, Rajoy pregunta a su anfitrión: “Bertín, dime la verdad, ¿tú crees que soy tan aburrido como dicen?” y Bertín le contesta con una carcajada que “Todo lo contrario” y busca cierta profundidad preguntándole a su amiguete cuáles eran los tres países clave para España. Y Rajoy no duda al contestar: “Unión Europea, Marruecos, Estados Unidos... y América latina”. Y aprovecha para meter un gol y festejarlo. “Eres exactamente como me esperaba que fueras”, despide Bertín a su “Presi”. Y esa exactitud consigo mismo –para él el ser es la nada– es lo que, para muchos, resulta ser la gran virtud de Rajoy.
Para Rodríguez no.
TRES Todo lo anterior sin contar la novedad de debates no orquestados donde unos van y otros no y algunos ni siquiera son invitados y que se venden al espectador como si se tratasen de acontecimientos históricos. Y lo cierto es que se los ve a todos los que llegan a la recta final –los clásicos Partido Popular y Partido Socialista Obrero Español más los recién llegados Ciudadanos y Podemos– más inquietos que ese tío loco al que hace años no se veía en casa y de pronto aparece y se planta junto al arbolito a aullar cosas de lo más extrañas.
Las encuestas aseguran que ganará Mariano Rajoy, pero sin mayoría; por lo que se verá obligado a pactar con alguien. ¿Con quién? Misterio: día a día se establecen fugaces alianzas en que los tres atacan a uno para después jugar al dos contra dos o al todos contra todos. El más perjudicado de todos por este pataleo de rockettes navideñas vine siendo el socialista Pedro “Maniquí” Sánchez, parece. Pero lo cierto es que, a diez días de la gran final, hay aún un 42 por ciento de indecisos; y así se ha producido, por primera vez, una situación insólita que tiene mucho que ver con esa maldita costumbre del amigo invisible en la que nadie sabe quién cuernos le regaló a uno semejante porquería. En resumen: hay indicios para asegurar una victoria insuficiente del PP pero, como no se sabe quién lo apoyará para su investidura, no se tiene la menor idea de quién será la oposición durante los próximos años. Tampoco es seguro al ciento por ciento que si gobierna el PP sea Rajoy el jefe de gobierno. Muchos hablan ya de una “Operación Menina” en la que la mini-maxi vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría resultaría elevada al primer puesto como condición de Ciudadanos si va junto al PP. Otros especulan con tripartito PSOE/Ciudanos/Podemos. Y la enorme mayoría silenciosa sólo desea que todo esto se acabe, que pase pronto. Que pasen las fiestas y las elecciones (y, de ser posible, que se acabe el mamarracho psicótico negociante catalán entre la burguesía de Mas y la izquierda de la CUP) y que pasen los que siguen. Porque –gime Rodríguez– es muy pero muy difícil el tener que encimar las promesas privadas para el 2016 que uno sabe que jamás cumplirá con las promesas públicas de todos estos incumplidores e irreales magos. Y, sí, aleluya: son, se supone, las Navidades de la recuperación. Las tiendas están llenos otra vez y Rodríguez se sueña vacío, solo, aislado, inmune, en su hogar, dulce, hogar.
Pero los dulces sueños, sueños son.
Y hogar suena tan parecido a ahogar.
Y ahogarse nunca es dulce.
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