› Por José Pablo Feinmann
El vértigo que el Gobierno-Macri imprimió a la política durante el primer mes de su mandato retiene todavía contra las cuerdas a una oposición que se distingue por algunos atributos ilustres. Tanto, que suelen pertenecer principalmente a un enorme personaje al que aún se requiere. Nos referimos a Dios. Todos quienes le rezan lamentan su obstinado silencio, y esa ausencia de siglos que los ha dejado en el desamparo. No sería insensato ni desmedido decir que algo semejante sentimos ante el Gobierno-Macri. Estamos en desamparo. Estamos, también, atontados. Si ustedes han visto peleas de box, si saben algo de ese deporte apasionante y brutal, no ignorarán entonces que los primeros rounds suelen presentar dos características. O son “de estudio”. O son vertiginosos, pues los dos contendientes salen con furia a liquidar el trámite. O, con gran frecuencia, los boxeadores apelan al estilo-Macri. Siempre es uno el que lo hace, jamás los dos. Siempre es uno el que abandona velozmente su rincón, cae con iracundia sobre su rival y le arroja todo tipo de incesantes golpes. El rival, casi siempre sorprendido, se cubre como puede y se refugia en las cuerdas. Si aguanta, se salva. Atraviesa ese inesperado y fragoroso primer round esperando la campana. Su oponente sigue tirando golpes. Algunos llegan a destino. Algunos no. Otros no tanto, pero igual dañan. Lo que más daña –al que recibe la andanada de golpes– es que la iniciativa del rival le hará ganar ese primer round por gran diferencia de puntos. ¿Por qué uno de los boxeadores salió dispuesto a noquear al otro en el primer round o a averiarlo in extremis y el otro apenas si pudo superar su sorpresa, su sofocamiento ante lo inesperado? Si llevamos este planteo a los recientes acontecimientos de la política argentina podremos entender algo. Esta iniciativa política con modalidades de vértigo del Gobierno-Macri se debe a su holgado triunfo en las elecciones presidenciales. Al haber ganado por veinte puntos se explica su espíritu arrollador ante un rival que tan escaso respaldo consiguió en las urnas. “Este triunfo terminante nos autoriza a ser terminantes: terminemos con ellos.” Sin embargo, esta interpretación tropieza de inmediato con un inconveniente, creemos, duro, con una facticidad contundente –imposible de ser trastrocada por interpretaciones– que la invalida. Por decirlo claro: no ganaron por veinte puntos. Ganaron por dos. ¿Cómo, entonces, se preguntan algunos sorprendidos, actúan como si hubieran ganado por veinte, y por qué los perdedores se comportan como si eso fuera cierto, como si hubieran perdido por veinte y no por dos? No hay una respuesta clara para esto. Sabrán Uds. que cuando un hecho es indescifrable o sumamente extraño se le aplica el adjetivo “kafkiano”. Estaríamos –por consiguiente– en presencia de sucesos kafkianos. ¿Somos los que éramos? ¿No ha crecido excesivamente el Estado, no se arroga demasiados derechos, no abusa de los decretos de necesidad y urgencia, es cierto que la policía disparó dieciocho balas de goma –a quemarropa, se teme– en la espalda de una mujer que huía, no pudieron ser menos, no son demasiados, quién autorizó a ese policía, o por qué ese policía se sintió autorizado, qué orden es el que reina que un policía cree tener autorización como para quemar a una manifestante sin piedad, es cierto que liquidaron el Instituto Manuel Dorrego, no se proponen, entonces, bajar a Lavalle, que lo mató, de su pedestal y ubicarlo en algún lugar menos espectacular de la ciudad, es cierto que cualquier policía nos puede pedir documentos sin propósito evidente alguno, otra vez tenemos que vivir pendientes de salir a la calle con documentos o correr peligro como con los militares? ¿Cuándo sucedió todo esto? ¿Por qué todo sucedió tan de golpe, tan súbita y hasta dolorosamente? ¿Kafka dijo algo sobre el tema?
Repasemos el conocido comienzo de La metamorfosis: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro (...) Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. “¿Qué me ha sucedido?” –pensó–. Muchos argentinos, al despertar una mañana después de una elección perdida por escaso margen, se encontraron convertidos en ciudadanos bajo sospecha, un gran número de ellos fueron echados de sus trabajos, otros, que se animaron a protestar, fueron castigados por una policía inmoderada, el Estado reemplazó al Congreso y empezó a gobernar con decretos, se devaluó la moneda, los precios, en los supermercados, aumentaron impiadosamente, algunos programas de radio o televisión que solían ver fueron prohibidos, la policía puso carteles rojos de clausura en edificios destinados a viabilizar una ley aprobada por el Congreso, se informó a los ciudadanos que todo policía tenía derecho a pedirles sus documentos en cualquier circunstancia y lugar. “¿Qué nos ha sucedido?”, pensaron.
Hay muchas cosas que hacen grande la literatura de Kafka. Una de ellas es la descripción del Estado autoritario y la pequeñez del individuo ante ese poder. También: la víctima no sabe por qué se ha convertido en víctima. Esto expresa el insecto de La metamorfosis. Durante la dictadura militar (1976-1983) jamás se explicitó el concepto de subversión. Infinidad de personas fueron echadas de sus trabajos y en sus documentos se les imponía un sello que decía: Potencialmente subversivo.
Ahora bien, no quisiera que esto que voy a escribir fuera así. Tengo esperanzas. Pero hace un par de noches me reuní con algunos amigos y amigas en una hermosa calle de Buenos Aires, ciudad que sentimos nuestra. La noche era cálida, hermosa. Les propuse tomar una cerveza en la vereda. Eso hicimos. Había poca gente. Habremos estado cerca de una hora, acaso algo más, algo menos. En ese tiempo, lentamente, mirándonos con severidad, pasaron no menos de cinco patrulleros. Una de las chicas dijo: “La excusa es que andan buscando narcotraficantes”. Vea, Presidente Macri, amistosamente, democráticamente, siento el deber de decirle esto: No haga ni permita que se haga con el concepto de narcotraficante lo que los militares hicieron con el de subversión. Si, a partir de ahora, todos vamos estar bajo sospecha de ser narcotraficantes, entonces es cierto: nos hemos transformado en el insecto de La metamorfosis.
Kafka previó como nadie la cercanía del nacionalsocialismo. Sus textos son estremecedores porque –insisto– presentan la pérdida de la libertad a manos del poder del Estado. Siempre la seguridad implica un desmedro en la libertad de los ciudadanos. Pero la seguridad no debe funcionar como excusa para la vigilancia, el sometimiento o la autorización de la mano dura de las fuerzas de seguridad. La cobertura de la violencia policial siempre viene de arriba. Los agentes del orden tienen una sensibilidad excepcional para percibir ese clima. Hay dos climas: se puede o no se puede. Cuando la policía sabe que se puede es más peligrosa que nunca. Tiene su impunidad autorizada. Por favor, como les dijo Raúl Zaffaroni: “Van a matar a alguien. No sean brutos”. Macri, usted no parece bruto ni insensible. A mí me gustó verlo en el balcón. Prometió gobernar para todos. Si bailó bien o mal, no importa. Prefiero un presidente que baile y no uno que grite y amenace a tanta gente buena que conozco. Usted participó de un libro valioso en que también yo participé (observe, así es la democracia). Y dijo: “Uno no es el dueño del Estado (...) Debés rendir cuentas, tener en cuenta la opinión de los demás, entender que hay independencia de poderes, que hay libertad de expresión, y después tenés que entender que la palabra vale” (Edi Zunino, Carlos Russo, Cerrar la Grieta, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, p. 269).
Queremos que su palabra valga. Sabemos que no tenemos una misma concepción del Estado. Para los neoliberales (lamento decirlo, pero es lo que pienso y todo lo que pienso, se lo juro, lo he pensado mucho), para uno del estilo Martínez de Hoz, digamos, Achicar el Estado es agrandar la Nación. Ustedes no lo piensan así. Martínez de Hoz fue un precursor, pero no encarnó el neo-liberalismo del Consenso de Washington, el de los diez puntos de John Williamson. Para ustedes, la cosa es así: Hay que achicar el Estado para negociar la nación/ Hay que agrandar el Estado para reprimir a los que se oponen. Sospecho que hay gente de corazón helado detrás de usted. Porque usted habla con el lenguaje de su gurú, de Sri Sri Ravi Shankar. Pero gobierna como si fuera Drácula. ¿Quién es, entonces, usted, presidente? Y si no es Drácula (porque creo que usted no lo es), ¿quién lo es, quién, entre los pliegues de su gobierno, cree que Argentina es el Principado de Transilvania? Sé que le estoy ofreciendo una teoría del cerco. También la Juventud Peronista se la ofreció a Perón en el lejano 1973 y fue falsa, de nada sirvió. “La esperanza hace daño”, escribió Sartre en su obra teatral Muertos sin sepultura. Pero ayuda a vivir. A quitarnos un poco esa sensación de habernos despertado una mañana sepultados por sus decretos, por su despidos, por esas horribles balas de goma, por la ausencia de diálogo, por estar no sólo en la vereda de enfrente, sino indefensos ante un Estado que no nos quiere, que no nos escucha, que busca meternos el miedo en el alma. Todos hemos recordado durante estos días la primera frase de El Proceso, la gran novela de Kafka: “Seguramente se había calumniado a Joseph K. pues, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”.
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