› Por Horacio González
Por suerte llegué al sillón. Quizá la foto fue demasiado apresurada pues algunos habrán pensado “yo a éste no lo voté”. Pero vi satisfacción en muchos seres humanos. Me ven con muchas expectativas. Todos se muestran conformes con el recurso de amparo presentado a la orangutana del zoológico, que yo acompañé desde lo que entonces era mi cucha –no crean que fue una cuna de oro, pero no la pasaba mal–, pero nunca pensé que la legislación avanzara tan expeditivamente. No tuve tiempo de leer enteramente a Carl Schmitt, eso deben disculpármelo, como tantas otras cosas. Todo fue muy rápido. Aplico todos los días el “estado de excepción”, pero no sé si lo hago científicamente. Pero también siento que la gente me comprende. Cometo errores, lo sé. ¿Quién no? Soy un perrito que llegué de improviso, vertiginosamente, y aunque tuve la suerte de que me adoptara una familia rica, todos se dan cuenta que no puedo aprender todo de un día para otro. Tengan paciencia, que ya llevaré la represión a otras provincias.
Por ahora, siento que mi tarea fue impecable: Jujuy. ¿Qué les pasa a esos cooperativistas? ¿No comprenden que ahora hay un simpático can sentado en este sillón? No soy un dogo ni un Rottweiler, me crié en la calle, comprendo a los que tengo que echar, desalojar, reprimir. Los comprendo profundamente y lo hago por ellos. A la larga, me lo van a agradecer. ¿Que no está del todo bien? Y bueno, no puedo saberlo todo. ¡Si todavía no me explicaron de quién era este sillón! Dicen que de Rivadavia, pero a mí no me engañan. Yo me llamo Balcarce, así que el sillón es de Balcarce. No me vengan con nombres raros, calles largas, próceres dudosos. Acepté esta alta responsabilidad porque no quiero nada para mí. Vean mi expresión un tanto asombrada al sentarme en esta silla. Es el rostro de un perro común, un muchacho de a pie. Por suerte el doctor Zaffaroni escribió sobre el derecho de los animales, si no alguno creería que soy un usurpador. Llámenme muchacho canino, un simple muchacho canino. Llegué hasta acá estudiando rápido formas de lenguaje sencillas y entradoras pero no abandoné el ya célebre “guau”. Mis asesores me recomendaron decir siempre “guau” como gesto de asombro y aprobación cuando el mundo nos ofrece tantas sorpresas agradables que no sabemos interpretar muy bien. ¡Guau!
Hasta ahora, debo confesarlo, me fue muy bien. La muchachada del parlamento va aceptando los decretos de necesidad y urgencia con buen ánimo, y los que no, se quedan en silencio. Y yo: ¡guau! Hasta hay personas enteradas que me vienen a ver y me defienden diciendo que esos decretos son efectivamente excepcionales, pero que en el fondo soy totalmente respetuoso del parlamento y sus debates. ¡Cómo agradezco que se escriban esas cosas! ¡Yo ni lo sabía! Pero también me entristece que algunos todavía no me crean. Nosotros, los del reino animal, no tenemos la conciencia compleja de los humanos, a los que por supuesto respetamos. Pero no decimos una cosa y empezamos con dudas, balances morales, avanzar, retroceder. No, mi conciencia es una sola y deben agradecer que no tenga ningún pliegue cuando decido tomar decisiones. No soy un perro gracioso como Alf cuando tomo decisiones. Allí no juego ni hago extraños pasos de baile. Es claro que cuando los hago son un poco titiritescos. ¿Pero qué esperan de mis cuatro patas, que de un día para otro imite a Fred Astaire? Tampoco comprendo bien que significa “paritarias”. Denme tiempo. Mi cuerpo no tiene un par, tiene cuatro. Denme tiempo, cada día un poquitito mejor. ¡Guau!
¿Vieron los billetes con mis congéneres, el yaguareté, el cervatillo, la tortuga de la llanura, el león de la selva? Quise poner un buitre, un ave amiga sometida a juicios injustos por el anterior gobierno. Pero mis asesores dijeron: ¡guau, por ahora no mostremos toda nuestra zoología fantástica! Y entonces, por fin encontramos la clave para abandonar lo que muchos llamaron “la historia”. ¡Es muy complicada! ¡La brecha! ¡Ellos todo el día peleados, como perros y gatos! ¡Y después pretenden estar en los billetes de banco! No, según Carl Schmitt, mi asesor preferido, nosotros somos lo que debemos estar en esos billetes, para terminar de apagar definitivamente cualquier indicio de que en este país hubo una historia. El otro día vinieron a visitarme algunos estudiosos. Los respeto mucho y me dijeron que no me preocupe, que lo estaba haciendo muy bien, que acabe rápido con los vestigios anteriores. Algunos me hablaron de un plan. “Terminar con los juicios”. Luego voy a preguntar de qué se trata. No puedo saberlo todo. Por ahora, cuando escucho “plan”, me gusta. Con eso me alimento y entonces sé que llegó la hora del almuerzo. Al fin, me cansa estar todo el día en esta pose forzada, en este sillón anónimo. Y entonces cuando sentí que mis mejores decisiones estaban tomadas, entendí la palabra plan, como el nombre de mi comida favorita, “Pro-Plan”. Alimento balanceado, para el gobernante meditativo, dispuesto a mejorar siempre día tras día.
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