› Por Ariel Dorfman
¿Quién visitó a esos dos hombres en su lecho de muerte a fines de abril de 1616, uno en Madrid, el otro en Stratford, quién les susurró una última palabra, una pregunta final?
La historia de nuestra propia muerte es la única experiencia que somos incapaces de transmitir. Si Cervantes y Shakespeare, pese a su divino manejo de la palabra, no escapan a esa férrea regla de la mortalidad, ¿no es posible, al menos, hacer el intento de vislumbrar lo que quizás pasaba por la mente de aquellos dos gigantes literarios mientras la vida se les iba extinguiendo. Es cosa de usar la misma imaginación con que ellos poblaron y cambiaron el mundo, el legado de esa imaginación podría ayudarnos a oír las voces que custodiaron a esos autores en su hora extrema.
Si dependiera de nosotros, ¿a quién elegiríamos para que se acercara en nuestro nombre a Miguel de Cervantes al finalizar sus días, quién sería nuestro mejor representante ante un William Shakespeare moribundo? ¿Quién se atrevería a intervenir en ese instante en que la luz se apaga? Dejemos de lado los parientes de duelo, los clérigos ávidos, los espectadores curiosos.
Busquemos a alguien más cercano.
Busquemos a alguien que los acompañe fielmente durante esa solitaria agonía, alguien que ellos desearían tener a su lado.
En el caso de Cervantes, la identidad de ese ser entre las sombras no admite dudas.
Don Quijote sería el escogido por su creador para que le hiciera aquella pregunta final, con cuánto gusto se la plantearía a ese hombre que le abrió a él y a su escudero los caminos de La Mancha, imaginándoles aventuras en un país que no tenía cabida para soñadores como ellos. Tal vez Don Quijote, siempre tan curioso, hubiese querido descifrar primero algo que fascinaría a sus futuros lectores: ¿cómo es posible que un veterano de guerra, abofeteado por el infortunio y la miseria, llegara a escribir una obra tan festiva, tan llena de alegría y vida contemporánea, forjar tal esperanza a partir de las cenizas de la tristeza y las ilusiones? O tal vez aquel viejo inventado por Cervantes, seco de rostro, enjuto de carnes, loco y sagaz, ¿no extraería acaso de su Hacedor algunos consejos para guiar a sus compatriotas en los tiempos turbulentos que los aquejaban, dilemas parecidos a los que nuestra humanidad enfrenta siglos más tarde?
Pero el Caballero de la Triste Figura teme malgastar esta oportunidad singular para dirigirse a su Autor acerca de algo absolutamente crucial, algo que hace tiempo le perturba. Sabe que ésta es su última misión. Después de tantas luchas frustrantes por la justicia, tantas empresas descalabradas, hará todo lo posible para no equivocarse esta vez.
En cuanto a Shakespeare, el escenario de su existencia está habitado por tantos protagonistas favoritos que resulta difícil conjeturar cuál de ellos hará su aparición en ese día irrevocable. ¿Nuestro dramaturgo no recibiría con una sonrisa a Falstaff y Rosalind, a Julieta y Miranda y Puck, acaso no comprendería que Lear y Macbeth, Otelo y Malvolio, ansían saber las razones por las que se les asignó un destino tan aterrador? ¿O preferiría Shakespeare inducir a Prospero a que abandonara su isla, a la espera de alguna música y magia para consolar esta despedida? Aunque si Shakespeare pudiera elegir –¿y por qué no iba a tratar de vencer la soledad mientras sus ojos se oscurecen?–, hay un candidato irrefutable. El Príncipe de Dinamarca. Su personaje más entrañable. Como Don Quijote, Hamlet, que también juega el rol de la locura, podría sentirse incitado a sumergirse en los innumerables enigmas que dejó tras sí su creador. Averiguar, por ejemplo, por qué no salvó a Cordelia, por qué tuvo que ahogarse Ofelia, por qué el amor de Desdémona se paga tan caro. O interrogar los misterios más recónditos de Shakespeare: ¿fue católico, dónde pasó los ocho años perdidos de su vida, quién inspiró sus Sonetos?
Pero la hora nebulosa de la muerte no es para tales indagaciones.
Antes de que se haga el silencio que invoca Hamlet mismo en su propio desenlace, hace falta una pregunta, solo hay lugar para una palabra esencial mientras las sílabas del tiempo se van acabando.
La misma palabra que Don Quijote ha preparado para Cervantes.
¿Cuál ha de ser?
Si dispusiéramos de una sola palabra, una pregunta para estas dos maravillas de nuestra especie a los cuatrocientos años de su simultaneo deceso, ¿cuál habría de ser?
Una palabra que Hamlet expresaría, que expresaría Don Quijote, la palabra irremplazable e incesante que todos los niños lanzan tan pronto como tienen habla, la pregunta clave que ningún ser humano deja de repetir una y otra vez. Aquella pregunta que nunca alcanza una respuesta definitiva, la respuesta que estos dos hombres, Shakespeare y Cervantes, persiguieron en todo lo que concibieron, tratando de resolverla de una manera tentativa, doliente, siempre milagrosa.
La infinita pregunta que escucharon mientras se despedían de este mundo.
Esa única pregunta.
¿Por qué?
* La última obra de Ariel Dorfman es Allegro, una novela narrada por Mozart. Vive en Chile y en Estados Unidos con su mujer Angélica.
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