› Por Juan Sasturain
El mundo no sería muy diferente,
peor de lo que es, sin el euskera,
sin hipo, sin porteros, si no hubiera
mosquitos, Bucay o detergente.
Pero sí sin sal o jazz. Si de repente
faltara Kafka, el Diego sólo fuera
un sueño y el whisky no existiera,
sufrirían el pasado y el presente.
Existir no es un asunto peregrino:
huella y memoria tienen el secreto,
pero la identidad es un destino
azaroso, y a menudo incompleto.
Era escritor, solía ser argentino.
Por Borges es posible este soneto.
Se asomó, apoyado en el codo,
a la cansada luz de un cielo ajeno
tan distante al del Sur, y ya sereno,
cerró los ojos, se olvidó de todo.
Y soñó que moría de otro modo:
el tajo de un alfanje sarraceno
en combate; el fuego y el trueno
de la metralla caliente del godo.
Después, los viles tenderos del Puerto
que nunca perdonaron lo del sable,
lo hicieron Padre cuando estaba muerto
lo hicieron Santo para que no hable.
El viejo general sigue despierto
en sus cenizas, materia deleznable.
In memoriam J. L. B.,
lector de lectores.
Despierta tarde. No espía en la ventana
los colores del cielo. Es la chica
de la sabia tevé la que le explica
si habrá nubes o sol, esta mañana.
Enciende el celular. La cotidiana
costumbre del pulgar lo comunica
con los usuarios de una agenda rica.
Incluso con los que no tiene ganas.
Prende la compu. Pasa todo el día
pegado a la pantalla, pero cree
que le queda cierto tiempo todavía
por vivir, y que la noche lo provee:
saca El Aleph de la estantería,
cierra, apaga, silencia, calla y lee.
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