› Por Vicente Battista
El hombre cumplía con uno de los clásicos mandatos de todo padre emprendedor: noche a noche se sentaba junto a su pequeño hijo y le contaba un cuento. El niño, arropado en su camita, lo escuchaba con la atención con que se debe escuchar a los buenos padres. Así el pequeño oía la historia de ese carpintero, de nombre Gepetto, que había construido un muñeco de madera, al que llamó Pinocho. Gepetto, el niño lo supo muy pronto, era un libre empresario, del mismo modo que lo era su papá cuenta-cuentos, uno se dedicaba a la carpintería, el otro a la construcción. Papá y Gepetto eran italianos. No hay noticia de que Gepetto se haya mudado del pueblo donde vivía. Papá, en cambio, decidió abandonar Roma para instalarse en la Argentina. Una vez ubicado en estas tierras, durante el día trabajaba y a la noche le repetía la historia de Pinocho a su pequeño hijo hasta que el sueño lo vencía. Seguramente en aquellos lejanos días, el niño no soñaba con que alguna vez iba a ser presidente de un importante club de fútbol, tampoco que sería jefe de gobierno de una importante ciudad y menos aún que llegaría a ser primer mandatario de un importante país.
En aquellos lejanos días, al pequeño sólo le inquietaban ciertas cosas que le sucedían a Pinocho. Había aceptado que el Hada Buena transformara al muñeco de madera en un niño como él, pero no aceptaba que le creciera la nariz cada vez que mentía. Él mentía como Pinocho, por lo que más de una noche soñó que su nariz se alargaba y alargaba sin remedio: despertaba sobresaltado por esas pesadillas y sólo sentía un ligero alivio al comprobar que su nariz no había crecido. No obstante, cada vez que decía una mentira inmediatamente se la tocaba; podemos decir que pasaba casi todo el día tocándosela.
Hasta que llegó la noche en que papá le dijo: ya sos grande para que te cuente cuentos, es hora de que comiences a contarlos vos. Alentado por su padre, se largó a conquistar al mundo con sus mentiras. No obstante, el fantasma de Pinocho lo acosaba sin descanso: se tocaba a cada rato la nariz y comenzaba a sufrir un inesperado sentimiento de angustia. Uno de sus amigos le recomendó terapia, pero él desconfiaba de los psicoanalistas casi tanto como de los curas confesores. Había decidido que igual que a Pinocho, un Hada Buena le solucionaría el conflicto. Buscó en vano y cuando había perdido toda esperanza apareció, no un Hada Buena, sino un avispado Genio que vivía en Ecuador. Bastaron pocos minutos de consulta para establecer su diagnóstico y cura. Le ordenó que no claudicase y que hiciera de la mentira su bandera. Sólo debía ampararla con la mejor de sus sonrisas, era esencial que derrochase alegría y que arriesgara algunos pasos de baile; echar globos al aire también podía ser una buena idea. El Genio de Ecuador le recordó que por estas tierras, Globo, en lunfardo, es un modo de llamar a la mentira. El joven empresario, que había sido presidente de un poderoso club de fútbol y ahora se disponía a gobernar una ciudad no menos poderosa, le hizo caso: derrochó tantas mentiras como globos, se atrevió a bailar e incluso a cantar. Su política rindió excelentes frutos: ganó las elecciones presidenciales, pero, pese a tanto jolgorio, el fantasma de la nariz creciendo persistía. Nuevamente acudió al Genio de Ecuador.
En esta ocasión, el ecuatoriano tuvo que recurrir a la literatura, una disciplina ignorada por el presidente-empresario. Pese a esa carencia, entendió que la literatura se nutre esencialmente de la mentira. Supo que a los escritores les importaba más el verosímil que lo verdadero, pero no hubo modo de que entendiera que un simple oficinista una mañana despertara convertido en un gran insecto. El ecuatoriano acudió a la ciencia ficción, y todo eso resultó más sencillo porque el presidente-empresario había visto algunas series de TV y algunas películas que sucedían en el cosmos. Sin más vueltas, decidió que sería un maestro de la ciencia ficción, por lo que se largó a hablar de llegar a la pobreza cero con la misma naturalidad con que Bradbury contara cómo los terráqueos llegaron al planeta Marte. A partir de ese momento, el presidente-empresario persiste en ofrecer diversos temas de ciencia ficción: desde inversionistas dispuestos a invertir en un país pujante hasta el blanqueo de los millones de dólares que los honestos empresarios enviaron a las cuevas fiscales (ellos las llaman “paraísos”) porque aquí corrían peligro de ser confiscados. Estas maravillas de la ciencia-ficción dicen que sucederán en poco más de seis meses. Los amigos cercanos han comprobado que el presidente-empresario ha dejado de tocarse la nariz.
Esos amigos lo imitan. Un político y economista de notable currículo, entre sus méritos está el haber fundido una fábrica de dulce de leche, demostró que los años del gobierno anterior no fueron otra cosa que una enorme mentira. Mentira fue ese televisor plasma que muchos incrédulos compraron en cómodas cuotas sin interés, mentira resultó ese coche cero kilómetro estacionado en la puerta de su casa y mentira fueron las vacaciones en la montaña o junto al mar, del mismo modo que se trató de una mentira aquel viaje a Barcelona/París/Roma. Sincerarse es la sacra palabra que acuñaron. Una sinceridad que no es exclusiva del presidente-empresario, también la cultivan sus entusiastas sacristanes. El Ministro de Hacienda y Finanzas corrió a Madrid para pedirle perdón a los españoles por lo mal que los habíamos tratado durante el pasado gobierno. Así, de un plumazo, nos retrotrajo al Billiken de los años cuarenta: Colón rodeado de indios buenos, arrodillados ante el conquistador, agradeciéndole por haber venido de allende los mares a traer la paz y la civilización. Sincerarse es volver a Billiken y desterrar definitivamente la “Brevísima relación de la destrucción de las Indias” que escribiera el padre Bartolomé de las Casas.
Están buscando en los depósitos de Cancillería los ositos Winnie Pooh que hayan quedado de aquellos que enviara el ex canciller a los kelpers de las Malvinas. Es muy posible que siguiendo la política del Ministro de Hacienda y Finanzas, se intente un nuevo cariñoso acercamiento hacia los que viven en nuestras islas. No deberá sorprender si cualquier tarde de estas, algún funcionario de alto nivel repita aquellas palabras que el vicepresidente Julio A. Roca (h) pronunció el 10 de febrero de 1933 ante el príncipe de Gales en el banquete ofrecido en Londres a la delegación argentina: “Argentina, por su interdependencia recíproca, es, desde el punto de vista económico, una parte integrante del imperio británico”. Eso se llama sinceramiento.
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