› Por Elina Malamud *
Hace unos tres mil años –quizá más, quizá menos– vivía en la tierra de Uz, entre las arenas de la península arábiga, un buen hombre llamado Job. La vida de Job corría por cauces amables; las ovejas de sus rebaños se multiplicaban, su tropilla de camellos de un solo pelo se paseaba por la llanura con inigualable majestad, hasta se había comprado un plasma, una recua de asnos y asnas cero kilómetro y había montado a toda la familia en una caravana que les permitió cumplir con el sueño dorado de atravesar el Sinaí, conocer Egipto y deslizarse en una barca llena de flores río arriba y río abajo por el Nilo –plan de cuotas mediante– si se me permite el anacronismo. Pero hete aquí que, según cuentan el autor o los autores anónimos de este relato bíblico bello y poético, que se conoce como el Libro de Job, llegaron, cuando no eran esperados, los días aciagos.
Un buen día cayó un comando de abigeos caldeos que le robó sus camellos, los bueyes y los asnos escaparon a lejanas planicies arreados por los sabeos, las ovejas se quemaron en su propia lana y sus siervos fueron pasados a cuchillo por ladrones y malvados. Sus siete hijos y sus tres hijas perecieron cuando un viento del desierto derribó la casa donde disfrutaban de un banquete y él mismo fue presa de inusuales fiebres y feroces padecimientos que llenaron su cuerpo de infecciones, pústulas purulentas, costras hediondas y mal aliento, a tal punto que sus vecinos y sus esposas renegaron de él y rechazaron su contacto, dejándolo sumido en la más amarga de las desolaciones. Se preguntaba el pobre Job por qué el Señor se había así ensañado con su persona, si todos lo conocían como hombre probo, justo, generoso y temeroso de Dios cuando, en medio de su desgracia, llegaron, desde lejos, sus dizque amigos Elifaz el temanita, Bildad el suhita y Zofar el naamatita, con el propósito de consolarlo en su aflicción. Sentados los tres en su derredor lo apretaron para que confesara los deslices, los yerros, las faltas y las culpas que hubieran provocado tales castigos que se le estaban imponiendo. “Algo habrás hecho, Job” le espetaron; alguna maldad habrás cometido, quién sabe con quién fuiste injusto y nos lo estás ocultando… ¿no habrás ofendido la generosidad del Señor derrochando energía para darte el pecaminoso goce de andar en patas dentro de la tienda o quizá torturaste a tus siervos estaqueándolos en el cepo cambiario o tal vez no derramaste sobre los pobres los excedentes de tus rebaños?
Faltaba aún, entre las reflexiones que lo reconfortaran, la soberbia de Elihú, el joven amigo que había venido desde Buz para convencer a Job de la santidad del sufrimiento; el Señor enseña y disciplina por medio del sacrificio, sentenció Elihú y dejó claro que su verdad no podía ser puesta en discusión. Fue entonces que, ante tanta charlatanería interpretativa, Jehová decidió manifestarse y, arrebujado en un remolino tormentoso, su voz tronó concluyente para enfrentar los gimoteos y lamentos de Job, que solo quería saber por qué su dios adorado le hacía esto. Mis designios son inescrutables, dijo –palabra más, palabra menos– y humíllate ante tu incapacidad de comprender lo misterioso de mis divinos propósitos. Y Job se rindió a la ignorancia de la fe. Y fue recompensado.
Algún poeta más osado que Almafuerte habrá cuestionado a ese monodios bueno y justo, que era uno y es tres desde que, en los atisbos del pensamiento global, concentró las religiones más notorias de la historia humana, y que le imponía a Job tan crueles sufrimientos. No se le ocurrió –siempre hablamos de Job– preguntarse quién le aseguraba que el verdadero dios bueno había ganado la batalla celestial en la que los ángeles del bien y los ángeles del mal se agarraron a trompadas, allá en el inicio de los tiempos. ¿No sería posible que el que realmente hubiera ganado aquella guerra fuera el dios malo, un dios perverso que se manifestara a través de profetas mentirosos, evangelios truchos y economías monetaristas, que erigiera templos de difusión masiva, únicos sitios a donde, a lo largo de los siglos, el pueblo concurre a conocer sus leyes, sus enseñanzas y sus designios, leyendo los textos que hubiera revelado o admirando las imágenes con las que los artistas contaban su historia u oyendo en palabras de los sacerdotes qué era lo correcto, lo honesto, lo decoroso y lo púdico que debía regir sus vidas y prosternarse ante su grandeza, solo para hacer creer que era lo que en realidad no era? En cuyo caso el Adversario vencido, el así llamado Angel Caído sería una antigua divinidad desterrada que, sin abandonar su obsesión justiciera, andaría recorriendo estos mundos de abajo, deshaciendo entuertos y munido del rayo que Prometeo le robó a sus dioses con la peregrina misión de empoderar a los hombres y hacerlos dueños de su propio destino.
Aún hoy día el ejemplo de Job campea sobre las tradiciones inasibles de nuestro pensamiento mágico, reeditadas en el constante triunfo de las heroínas mojigatas de las novelas de Televisa, triunfo que logran merecer después de vencer las pruebas tremebundas de cárceles y humillaciones a que las somete la mentira y la hipocresía de señoras empingorotadas que serán castigadas irremediablemente, para satisfacción de las televidentes. Así también la fe en la imagen amarilla y chabacana, en la mano invisible del dios Mercado y en la creencia insoslayable de que toda ambición de felicidad en los bajos fondos de las clases populares es pecado de gula, arrasa con cualquier intento de que la razón, el conocimiento, el discernimiento o el argumento deductivo echen luz sobre los aciagos destinos a los que está siendo arrojada la sociedad por aquellos que declaran una cosa y votan todo lo contrario y por los que caminan impasibles sobre un excel impertérrito cuyos designios divinos son inextricablemente una cuestión de fe. Y si estas reflexiones simbólicas ofenden tus convicciones profundas, ¡oh lector!… sean anatema.
* Escritora y periodista.
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