› Por E. Raúl Zaffaroni *
Creemos llegado el momento de requerir un mínimo de seriedad en las afirmaciones jurídicas insólitas difundidas por los medios masivos de comunicación social, al menos en cuanto a la invocación del tipo de traición a la Patria, esgrimido como recurso para desarchivar la imputación del fiscal Nisman, pues semejante pretensión excede por años luz el límite de lo jurídicamente opinable, al tiempo que pone en serio riesgo el objetivo preambular de asegurar la paz interior.
Todos los absolutismos del mundo, desde los tiempos de la Roma imperial, manipularon el concepto de traición para matar a todos sus enemigos políticos: basta recordar que el Tribunal del Pueblo nazista, bajo la idea de deslealtad, asesinó a miles de personas.
La Revolución Inglesa y el Iluminismo le habían puesto un freno a este deporte letal. Montesquieu advertía que es suficiente que la definición de este crimen fuese vaga para que el gobierno degenere en despotismo.
Los ingleses también habían sido generosos colgando opositores. Blackstone citaba a Montesquieu para propugnar la contención de esta práctica. Los norteamericanos le hicieron caso y definieron la traición en la Constitución, aclarando que only eso era traición y nada más, aunque después consideraron traición también a alguna rebelión armada.
En 1853 copiamos esa fórmula en nuestra Constitución. El dispositivo cambió de número, pero siempre con el mismo texto (art. 103 original, 33 de 1949, actual 119).
Se ha dicho que se usó este artículo contra Perón en 1956. No es cierto. El juez de facto Botet, en la dictadura de 1955, procesó a Perón y de paso a casi todo el peronismo, retorciendo el actual art. 29 y combinándolo con la famosa asociación ilícita, que hoy se aplica a Milagro Sala. Pero no usó el texto del 119. Esto es una novedad del ultimísimo tiempo.
En efecto: hubo muchos despropósitos jurídicos, pero la pretensión de manipular el 119 es de nuestros días.
Una cosa es abusar irresponsablemente del lenguaje para injuriar con esa calificación, lo que lamentablemente sucedió varias veces, pero otra muy diferente y mucho más grave, es pretender que la calificación tiene algún asidero jurídico, que es lo que hoy parece que se pretende.
Toda la doctrina constitucional argentina sostiene que ese artículo es una garantía y que no puede hacerse ninguna extensión arbitraria. No hay constitucionalista que diga otra cosa. Joaquín V. González quizá haya sido el más claro, pero se puede citar a otros muchos: Bidart Campos, Zarini, Vanossi, etc.
Tampoco hay penalista que haya escrito sobre el tema que no le asigne la misma naturaleza de garantía. Sin embargo, hoy se pretende manipular el concepto por fuera de la Constitución y, lo más insólito, es que nadie parece alarmarse demasiado.
La primera parte del art. 119 dice terminantemente que la traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro. Como lo subrayan todos los juristas argentinos que escribieron sobre esto, dice únicamente.
También por unanimidad, todos los doctrinarios del derecho penal, de todos los tiempos y de las ideologías más variopintas, afirman que esa definición presupone una guerra internacional. Vaya alguien a una biblioteca y lea a Gómez, Soler, Núñez, Fontán Balestra, González Roura, Levene, Creus, por citar sólo a algunos de los que ya no están entre nosotros.
En todo lo anterior no hay media biblioteca que diga otra cosa: no hay ningún folleto, salido de la pluma de algún constitucionalista o penalista argentino, que diga algo diferente.
La Nación Argentina fue víctima de una agresión, pero una agresión es una victimización, no una guerra. En último caso, la agresión internacional habilita al estado agredido a una guerra defensiva, pero esto nunca lo hizo la Nación Argentina, sino que se limitó a seguir los pasos procedentes conforme al derecho internacional, reclamando la extradición y sanción de eventuales responsables. No hay guerra de uno, la guerra siempre es entre dos.
El derecho internacional procede como el penal en caso de legítima defensa. Si alguien le propina un puñetazo a otro, se trata de una agresión ilegítima y el agredido puede defenderse, pero si no responde, no hay ninguna legítima defensa, sino sólo la agresión sufrida.
Nunca hubo una guerra con Irán, ni siquiera un preparativo. Jamás nuestros militares se prepararon para atacar a Irán. Por suerte, no hubo ni la más mínima intención bélica por parte de la Nación Argentina agredida.
El art. 18 constitucional prohíbe la pena de muerte por causas políticas, y si faltase el 119, esta disposición hubiese sido burlada, porque cualquier causa política hubiese podido ser considerada traición. Son dos disposiciones complementarias, pero que tienen un único objeto históricamente bien definido: evitar la confusión de cualquier delito con la traición, con lo cual la Constitución quiso erigir un obstáculo a toda tentativa de regresión a los sangrientos episodios de las luchas fratricidas del siglo XIX.
Nuestros constituyentes no copiaron el art. 119 sólo por mera imitación, sino también –y fundamentalmente– porque perseguían el objetivo de obstaculizar una regresión a los fusilamientos fratricidas. No lo evitaron, pero buena intención no les faltó.
Cuidado con esta creatividad perversa: la Constitución dice claramente que la traición es únicamente lo que ella dice y nada más, como garantía para todos los ciudadanos. Es expresa la voluntad constitucional de que nadie –al calor de cualquier circunstancia– manipule la estricta definición de la traición, sabiamente consagrada por nuestra Constitución desde 1853, porque eso implica abrir las compuertas a represalias y venganzas políticas ilimitadas, o sea, legitimar una regresión a tiempos de guerra civil, por fortuna superados.
Si bien los últimos tiempos nos acostumbran a despropósitos, este es de muy alto calibre, pudiendo decirse que con la tentativa de manipulación del artículo 119 constitucional se ha descompuesto el termostato jurídico. Aquí es bien válido el pará la mano con decir cualquier disparate peligrosísimo y pretender que eso es derecho.
* Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires.
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