› Por Noé Jitrik
Disconformes con lo que veían y cuyos detestables defectos padecían o, más calmos, registraban, ciertos espíritus esclarecidos, comprobado que no estaba en sus manos corregirlos, imaginaron dos tipos de conducta. El primero, Platón es el ejemplo, sugerir, suplicar, recomendar, convocar a los dueños del poder a que hicieran algo para que la sociedad fuera un poco mejor, más equilibrada o más justa, según lo que entendían por justicia. Como el caso que les hicieron, otra vez Platón es un ejemplo, fue nulo, adoptaron el otro camino, la otra conducta: imaginar mundos perfectos en los que la injusticia, la infelicidad, el dolor, la incomodidad y aun la muerte, estuvieran prohibidas, desterradas, abominadas.
Esas construcciones, como no estaban en ninguna parte, salvo en las mentes y los escritos de quienes las concebían, fueron llamadas utopías y a lo largo de los siglos lo fueron de todos los colores. San Agustín imaginó la “Ciudad de Dios”, pura armonía y esperanza de vida eterna; Tomás Moore algo más mundano y terrenal, tal vez inspirado por los relatos de Marco Polo que observó que todo andaba muy bien en los dominios del Gran Can, donde incluso se comía pasta, y así otros, el deseo de una existencia mejor no cesó hasta llegar al siglo XX.
Tal vez se hayan seguido concibiendo esos mundos perfectos, no sólo imaginándolos: la experiencia soviética de 1917 puede muy bien ser eso, terminó como terminó pero todavía sigue siendo visto como un modelo posible de concreción de la utopía. Siguiendo esa huella, u otras de diverso signo, tal vez en alguna medida y para algunos, la perfección, o su búsqueda, no sea tan utópica gracias a la formidable expansión tecnológica que día a día ofrece soluciones hasta hace pocos años impensadas y que mejoran, sin duda, un vivir lleno de problemas, de enfermedades y de molestias. Es claro que se trataría de otra clase de utopía, que no es necesario poner en un libro, pero que se empieza a ver en usos y prácticas.
Pero, volviendo a las utopías clásicas, en ninguna de ellas, por empezar a distinguir peculiaridades, se propone un regreso a la naturaleza, a alimentarse con los frutos que cuelgan de los árboles ni a fornicar libremente, cuando se tengan ganas: son raros los que se vanaglorian de vivir en pleno campo, sin luz eléctrica, sin teléfono, sin televisión, sin drenaje ni agua corriente pero algunos hay sin que sean necesariamente hippies. Al contrario, las utopías descansan sobre estructuras racionales y urbanas, su objetivo es la satisfacción y su condición la regla, algo así como un mundo de semáforos en el cual lo único que tendría sentido es el movimiento y la circulación, no todas esas demoras en las que los seres humanos creen que vale la pena vivir y que traen tantas complicaciones, la conversación, la amistad, el amor, el pensamiento, el placer, la lectura y todo lo que es propio de este mundo perturbado e injusto. Pero, pese a esa condición general, también hay utopías, o intentos utópicos, que preconizan un regreso a la naturaleza; fueron pensadas por espíritus anarquistas y en ellas las reglas eran abolidas, así como el interés material e incluso la avidez productiva: Macedonio Fernández y algunos amigos lo intentaron en algún lugar del Paraguay pero los mosquitos y las víboras limitaron esa bella libertad.
Una de esas construcciones, acaso la más desesperanzada y brillante, fue Un mundo feliz, de Aldous Huxley. No es difícil advertir la ironía que respira la descripción de tanta perfección: la ciencia, pero qué ciencia, atiende a todo, acude a las necesidades más elementales y el conjunto de satisfactores exime de toda rebeldía y hasta de la imaginación, pero también del hambre y, solución extraordinaria, con una droga llamada “soma”, del orgasmo que se obtiene a pedido sin necesidad de cortejo, de seducción o aún de ganas, no hablemos de amor.
En ese mundo perfecto, para evitar ideas raras y ocurrencias extravagantes, no hay libros: como están prohibidos parece que no hacen falta, se castiga todo intento de tenerlos y, por supuesto, de leer. Pero, ¿no hay libros? Queda uno, es un Shakespeare –de quien sale la expresión “mundo feliz”– que se salvó de la barredora y que, gastado por el uso, aparta de la felicidad organizada a su poseedor.
Huxley muestra con esta novela –se trata de una utopía– que es un visionario por partida doble. Por un lado, vislumbra lo que puede ser un mundo en el que, apoyada en la ciencia aplicada, la cultura capitalista –entre producción y consumo–, procura, aunque no llegue a tan radical perfección, y, por el otro, la destrucción que le espera. Salvo, por cierto también, lo que salva, si no a ese mundo al menos a los seres que se resisten a sus espejismos: es el solitario volumen, el libro, el LIBRO se diría.
Así, pues, lo que queda, lo que siempre queda luego de todo proyecto o intento de absoluto, es saber qué pasó, por qué fracasó y el hecho de que necesariamente se concreta en un escrito, un libro, con sus contradicciones y oscuridades, con lo que sustrae y ofrece y que entra en acorde con los precedentes y los futuros. Comprobación algo tristona pero, por otro lado, esperanzada si no se pretenden soluciones sino la percepción de una llamita que emana de la escritura y que, sorprendentemente, tiene el poder de iluminar.
¿A qué viene todo esto y este resurgimiento de un libro que cuando salió, hace casi un siglo, debió parecer producto de un sueño de un inglés neurótico que, a lo mejor, preveía que un hiper desarrollo científico y tecnológico podría destruir lo humano envolviéndolo de presuntos bienes por los que ni siquiera tendría que luchar? ¿Habremos llegado, aunque a los tropezones, en los espejismos de la confusa oferta con que nos sacuden a diario, un subproducto pervertido de la ecuación “producción-consumo”, a algo cercano a esa nefasta utopía?
Es innecesario decirlo: ¿quién puede discutir que es legítimo que los seres humanos, sobre todo los que tienen poco, quieran vivir mejor, siempre mejor? Responder a ese deseo entra en el campo de lo político y genera diferencias entre proyectos y capacidad de llevarlos a cabo con éxito, pero ahí no termina la cosa: cuando quienes tienen todo quieren “vivir mejor”, “más mejor” se diría; el cambio es notorio, se produce una acumulación de bienestar inmediato y material, no es que quieran leer más o escuchar mejor música, se pierde la noción del contraste, se razona en relación con lo que uno es capaz de permitirse –restaurantes caros, viajes a países remotos e igualmente caros– porque se lo puede pagar, el futuro deviene un campo de batalla en el que el texto del triunfo se escribe en la ropa de marca y en las tarjetas de crédito, los suspiros de satisfacción brotan de los bienes que se poseen y terminan por sustituir los bramidos del orgasmo, como si ejecutivos, políticos, industriales, comerciantes, abogados y otros miembros de esa clase, refugiados en utópicos y bellos reductos, consumieran, cuando no cocaína, el “soma” que había imaginado Huxley y que prometía el placer sin necesidad de moverse.
De eso, precisamente, se trata. Una encantadora vendedora de medicamentes de una farmacia céntrica me dice, mirándome significativamente, que los antihistamínicos, los antiarrítmicos, los antigripales, los antiácidos, que hasta hace unos años encabezaban la lista de los más pedidos han sido desalojados de los primeros puestos que ahora ocupa, soberanamente, el Viagra, y quienes más lo compran son jóvenes, no esos ancianos anhelantes que gracias a esa droga mágica buscan lo que puede ser el último y glorioso suspiro.
¿Cómo entenderlo sin preguntar? ¿Será solamente un querer más de quien en principio disfruta de una sexualidad joven y en principio también, sana, a la manera de ese anhelante “más” que se emite entre espasmos en el momento culminante del encuentro pero obtenido ahora, gracias a la química? Puede ser, habría que ver, habría que ser un Kinsey o un Masters y Johnson para determinarlo pero yo, osadamente, lo entiendo como manifestación de ese cansancio que sobreviene cuando se lo tiene todo y han desaparecido los estímulos para lograr un poco. En otras palabras, sería algo así como el final de una modesta utopía, la que ofrece la increíble revolución tecnológica que nos asombra y oscurece cada día.
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