› Por Raúl Zaffaroni *
Les debo confesar que los homenajes me dan miedo. Cuando arrecian, da la impresión de que hay algo, en fin, no sé, un premio a la duración o algo parecido.
Pero la principal razón de mi miedo, es porque se corre el riesgo de tomarlos demasiado en serio y que el personaje se coma a la persona.
La vida es en gran medida una dramaturgia: se nos exigen roles y los asumimos, porque si no lo hacemos los demás se enojan.
Al final nos preguntamos: ¿Pero quién soy, los roles que debo cumplir o yo? Y eso es peligroso, muy peligroso, me da miedo.
Alguna vez me preguntaron ¿Vos sos juez? Y respondí un poco molesto: “No, yo trabajo de juez, pero soy Raúl”.
Les confieso que me da miedo el personaje y más en el último tiempo.
Unos me felicitan, me llaman “maestro” y quieren sacarse fotos, otros me tienen bronca, me miran de reojo y me inventan un prontuario. Pero en definitiva, ambos lo hacen porque respondo a los roles, que unos los consideran positivos y otros negativos.
Pero fíjense que si hiciera algo diferente a lo que esperan de mí los que me tienen bronca, seguro que dirían que lo hago por cualquier motivo disvalioso.
Nunca pensé que el derecho penal me podía llevar a esto. Es muy raro, pero trato de entenderlo. Francamente, es muy posible que sea tonto o loco, pero les aseguro que todas las tonterías y locuras me salen, no son de ninguna manera respuestas a demandas de roles. Más aún: cuando tengo tiempo para pensar lo que debo hacer –no siempre–, me cuido de no caer en la simple respuesta.
Tengo miedo de dejar de ser el de siempre, el del barrio, el que hace muchos años tomaba el 124 para ir a la Facultad, el que estudiaba y era empleado municipal. No cambié ni quiero cambiar, aunque hoy haya reemplazado el 124 por los aviones y la parada de la esquina de Flores en Gaona y Donato Alvarez por los aeropuertos.
Muchas veces en aquellos años soñaba con algo parecido a este cambio mientras miraba por la ventanilla del 124. Pero nada es gratis en la vida: al final, uno tiene el destino que eligió y lo tiene que aguantar.
Cuando uno tiene curriculum largo es porque tiene vida larga, y por eso también siento la presencia de muchos que ya no están: maestros, amigos, colegas que se han ido en el curso del tiempo.
Pero esto no me entristece, no me quita vigor ni ganas de hacer cosas. No me quedo atrapado en la nostalgia porque veo la continuidad: los que se fueron, los que están y los que llegan. Y frente a eso quiero seguir siendo el mismo, sólo que desde diferente altura de ese misterio que es el tiempo.
Algunos me preguntan qué busco con algunas de las locuras que hago. ¿Qué quiero? ¿A qué aspiro? Es que, a decir verdad, muchas veces me encontré con responsabilidades que no había buscado y a las que ni siquiera aspiraba. Y fue una suerte.
Creo que llegaron porque seguí siendo quien soy. Y creo que por eso a algunos de vez en cuando se les ocurre decir “llamen al loco”. Así fue que me encontré en posiciones que nunca había imaginado. Y creo no haberlo hecho del todo mal. Por lo menos puse siempre mi mayor voluntad en tratar de hacer las cosas lo mejor posible.
Es normal, es perfectamente ético y válido, que en este mundo se hagan muchas cosas para alcanzar éxitos personales.
Por eso es raro que un bicho sin bozal diga lo que piensa y haga cosas sin ninguna aspiración personal, sólo por querer ser quien es y con mucho miedo a dejar de serlo.
Pero también es cierto que cuando se es consciente de que la biología tiene límites, con la caída las hojas del almanaque el bozal se afloja y se cae, porque se piensa “por lo que queda, ya importa menos lo que pueda pasar”.
Y la verdad es que me siento tremendamente cómodo hablando y actuando sin bozal. Lo confieso y me entusiasma, incluso a riesgo de que no falten los que quieran dejar de llamarme “el loco” para llamarme el “viejo demente”.
Es que nuestra época, el actual momento del mundo, no es para usar bozal y menos cuando uno transita el derecho. Más que nunca me doy cuenta de que el derecho no es neutro ni incoloro, es siempre partisano.
El derecho es lucha, como decía Jhering.
Es lucha a brazo partido por la dignidad humana. Es lucha por los más desfavorecidos, por los más débiles.
Y vivimos en un mundo donde los más débiles son dos tercios de la Humanidad, donde cada día se concentra más la riqueza, donde cada día se inventan nuevos instrumentos para reducir la libertad, donde quienes se aferran a las frágiles sogas que les arrojan desde las capas más altas de privilegiados, de inmediato desprecian a los que se quedaron en la ciénaga de la pobreza, de la miseria, del hambre, de la violencia.
Vivimos un mundo que ya no es de explotación, sino de exclusión.
¿Cómo puede el derecho ser neutral en este mundo? ¿Cómo puede no ser partisano? La neutralidad no existe: el ser humano siempre es parcial porque es parte de una sociedad, no puede vivir fuera de ella, es gregario.
Fíjense que los perros también son gregarios: viven en manada, pero a pesar de sus diferencias tan marcadas entre sus razas, se reconocen entre ellos como de la misma especie. Se olfatean.
Nosotros no nos olfateamos. Necesitamos muchas desgracias, millones de muertos para que un día, tímidamente, nuestros jefes de manada declarasen que “todo ser humano es persona”.
Y celebramos que se haya declarado esa obviedad hace menos de setenta años, claro, pero lo cierto es que no la vivenciamos del todo y el poder mundial está lejos de llevarla a la realidad.
Este es el mundo en que debemos teorizar y practicar el derecho, formar a nuestros estudiantes, formatearles la cabeza de modo diferente al que sufrimos nosotros en universidades con discursos elitistas. Ante la acuciante realidad de la crueldad del poder planetario, tuvimos que mirar otros horizontes y estudiar otras fuentes, vivir otras realidades, para tratar de poner orden en el caos que nos habían creado los discursos perversos.
Esto es lo que me mueve cuando hablo y actúo sin bozal, para que esta continuidad de los que no están, de los que están y de los que llegan, no se corte, que la lucha del derecho sea cada día más fuerte, más potente.
No se puede aflojar, porque cuando el derecho deja de ser lucha, deja de ser útil a los pueblos, que lo arrojan lejos, como una herramienta inservible, un martillo sin mango, un cuchillo sin hoja, y cuando eso pasa el lugar del derecho lo ocupa la violencia, en la que siempre, aunque ganen, pierden los más débiles.
Gracias a quien es ejemplo de esta lucha continua y que se ha empeñado el organizar esta cena, al inquebrantable amigo Beinusz Smukler, a los compañeros de la Asociación Americana de Juristas y a todos ustedes por compartir esta mesa. Gracias por la fe de todos en la lucha del derecho por la dignidad de la persona.
Me sigue dando miedo, pero pese a este homenaje, les prometo que haré todo lo posible por seguir siendo quien soy.
* Discurso en el homenaje que le rindió la Asociación Americana de Juristas el 11 de agosto, pronunciado después de las palabras del presidente del consejo consultivo argentino de la AAJ, Beinusz Szmukler, del juez Luis Niño y de Matías Bailone en nombre sus discípulos.
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