› Por Juan Forn
Esta es la historia de una camisa. Empieza en Roma y termina en un pueblo de las afueras de Madrid llamado Majadahonda, o algo así.
Era el año 1980, yo tenía veinte años. Estábamos en Roma con mi amigo Juan Maidagan, viviendo de garrón en casa de unos artesanos uruguayos, esperando que nos saliera un laburo en la vendimia en Suiza. Los uruguayos nos habían dejado su monoambiente y se habían ido a laburar a la costa, nosotros andábamos muy cortos de guita y de ropa también, porque a mi amigo le habían robado la mochila en las islas griegas: nos teníamos que arreglar los dos con mi ropa (teníamos, y seguimos teniendo, el mismo tamaño gnómico). Hacía un calor tremendo en aquel ferragosto romano, adentro del monoambiente no se podía estar, así que nos la pasábamos callejeando, tratando de conocer la ciudad sin gastar una moneda y por la vereda de la sombra. Una tarde vagábamos por el Trastevere y, abajo de uno de esos puentes romanos de piedra y moho de dos mil años, el único lugar que encontramos que era fresco y gratis después de horas de marcha, nos sentamos al lado de una viejita que tenía una pila de camisas a sus pies, en el piso, en venta.
Eran camisas viejas. Más que viejas, eran camisas de antes, las que usaban nuestro bisabuelos: sin cuello (en sus buenos tiempos les adosaban un cuello duro), sin botones en las mangas (sólo ojales para los gemelos), de telas exquisitas, aunque arratonadas por el paso de los años. Tenían por lo menos cincuenta años, o quizá más, pero eran de tan buena calidad que estaban usables todavía. Eran hermosas. Y eran asombrosamente baratas: la viejita se compadeció de nosotros cuando le explicamos que andábamos casi sin ropa y le preguntamos sin mucha convicción qué precio nos hacía si llevábamos dos camisas. Nos las vendió por el valor de una coca-cola de litro y un kilo de pan (me acuerdo porque ése era nuestro menú diario en aquellos días de emergencia). Pero no nos dejó elegir: eligió ella por nosotros, entre las menos vendibles. A mi amigo le tocó una color cremita; a mí una blanca con rayas finitas en naranja y marrón muy raras: si las mirabas de cerca eran como alamares microscópicos encadenados, medio tromp l’oeil, un flash.
Yo amé esa camisa desde que la vi. Me quedaba larga de todos lados pero no me importaba porque tenerla puesta me hacía sentir de otra dimensión, de otra película. La viejita me dijo cuando me la dio: “Esta camisa trae suerte”. A mi amigo le dijo lo mismo. A todos les decía lo mismo, sospecho, aunque no apareció nadie en todo el rato que estuvimos a su lado, curtiendo la sombrita, probándonos nuestras camisas de la suerte.
El trabajo en la vendimia al final no salió y tuvimos que volver a Sitges, a la casa-comuna hippie de los parientes de mi amigo, con la última plata que nos quedaba. Ya terminaba el verano y no había laburo por ninguna parte. Yo tenía una prima casada en Madrid que dijo que me podía conseguir algo y partí para allá, con plata prestada para el pasaje y mi camisa de la suerte: algo iba a conseguir, no podía fallar. Mi prima no vivía en Madrid sino en las afueras, en un pueblito llamado Majadahonda, y llegué justo cuando se festejaba la verbena del pueblo, que incluía una suelta de toros por las calles tipo San Fermín: tapiaban con maderas las calles laterales y largaban los animales por la principal, que era en bajada.
Entre que la calle era de asfalto y con pendiente hacia abajo, los pobres toros bajaban medio patinando, era fácil correr delante de ellos y hacer un zigzag súbito (gracias a la suela de goma de las zapatillas) y el toro seguía para un lado y vos saltabas triunfalmente a las tapias de madera donde la gente te alzaba y te felicitaba y te daba de beber de una bota de vino.
Yo estaba con mi camisa mágica, no lo pensé dos veces. Corrí delante de un toro, después de otro, era una adrenalina. Era genial también cuando saltabas contra las maderas y te alzaban tirando de tu pantalón, del brazo, de cualquier parte, ibas en el aire sostenido por un mar de manos que te palmeaban y te acercaban la bota de vino y te volvían a palmear.
Después vino el almuerzo, a la española, una cosa tremenda, que parecía que no iba a terminar nunca: mesas en las calles, platos y más platos de comida, botellas y botellas y botellas, hasta que la gente se empezó a levantar de las mesas y partieron en masa a la plaza de toros del pueblo, donde coronaban la fiesta con una corrida: había toreros de Madrid, orquesta, de todo. Cuando terminó el show la gente seguía tan eufórica que empezó a dar palmas. Yo no sabía pero estaban pidiendo que soltaran un toro para los del pueblo, para los pibes que a la mañana habían corrido por la principal.
Vi que a mis costados empezaban a saltar personas al ruedo y desde ahí daban palmas. Algunos que reconocí de la mañana me miraron desde allá abajo y me hicieron señas: “¡Argentino! ¡Qué haces allí!” Yo me levanté como un resorte y salté al ruedo y, cuando caí en la arena, toda la euforia que me hervía adentro se evaporó de golpe: la arena era pesadísima. Acá no había ni asfalto ni pendiente hacia abajo: acá el toro iba a estar en su salsa y nuestros zigzags iban a ser en cámara lenta. Lo entendí en una fracción de segundo, y en movimiento, porque ahí nomás soltaron al bicho, y cuando me quise dar cuenta lo tenía detrás. Hice el más eléctrico amague y cambio de paso de mi vida, creo que nunca sentí adentro del cuerpo tanta energía y miedo a la vez, creí que había zafado limpito, cuando el toro me levantó por el aire.
Tuve suerte: me calzó de perfil, justo entre los cuernos. Me hizo volar por encima de su cabeza, caí como una bolsa de papas, el toro giró en redondo sin aminorar velocidad y enderezó de vuelta hacia mí. Yo lo vi venir paralizado, tirado en la arena, cuando unos pibes me agarraron de los brazos y me tiraron para atrás mientras otro pasaba corriendo delante del toro para distraerlo, y así me fueron arrastrando hasta esas protecciones de madera que hay a los costados, y de ahí me alzaron de nuevo a la tribuna.
Volví a ir de mano en mano y me volvieron a palmear y me dieron de beber, pero esta vez de lástima, de compasión, de alivio. Yo seguía como en trance todavía, sin poder hacer foco en nada, sin respirar casi, y de pronto miré para abajo en dirección a mi ombligo y vi que en la camisa había una rajadura que parecía el tajo en la tela de Fontana. Pero los botones, los hermosos botones nacarados que tenía, habían resistido todos en su lugar.
Cómo me acompañó esa camisa. Años. Volvió conmigo de Europa, fue mi coraza protectora cuando no sabía quién era en Buenos Aires. Mi vieja se volvía loca cuando me la veía puesta con la rajadura sin arreglar. Al final sólo me la ponía en casa, para escribir. Estaba tan gastada que se iba deshilachando por todas partes, los alamares habían perdido el color, le faltaban cada vez más botones, pero hasta que no terminé mi primer libro no me animé a desprenderme de ella.
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