› Por Hugo Soriani
En los recientes Juegos Olímpicos de Río de Janeiro el alemán Christoph Harting arrojó el disco a 68,05 metros, mejorando su propia marca y superando al campeón mundial, Piotr Malachowski, que venía liderando el torneo.
Luego de su sorprendente triunfo, el atleta contó que se había preparado muy duro para coronarse, y que en los últimos años entrenaba con el disco más de diez horas diarias.
Sin embargo, en Alemania recibió mas críticas que elogios porque Harting no tuvo mejor idea que festejar su logro bailando en el podio mientras pasaban el himno de su país, un gesto demasiado transgresor para las disciplinadas costumbres alemanas.
“Era la primera vez que sonaba el himno nacional en mi honor: estaba tan nervioso que me dieron ganas de bailar y no pude contenerme”, aclaró luego de la ceremonia, ya con la medalla dorada colgando de su cuello.
La explicación, quizás, no hacía falta. ¿De qué otra manera podía festejar, que no fuera bailando, alguien que pasó tantos años entrenando con un disco debajo del brazo?
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Germán Chiaraviglio vivió a los saltos desde niño. El y sus dos hermanos, Guillermo y Viviana, nacieron con una garrocha debajo del brazo. Los tres participaron en competencias internacionales y ganaron trofeos y medallas de todos las formas, tamaños y colores. Quizás por eso a Germán le fue más fácil, en Río de Janeiro, saltar 5,70 m con su garrocha que volver al piso luego del tremendo esfuerzo.
“Todavía no caí”, le respondió el atleta a la prensa cuando le preguntaron, al día siguiente, que sentía frente a semejante logro.
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La tragedia se desató en el barrio Fonavi de Necochea, una fría mañana de julio.
Roberto Vecino mató a toda su familia. A su mujer, a sus tres hijos y a un vecino que quiso evitar la masacre.
Al hijo varón, que había logrado escapar del infierno, lo corrió cincuenta metros y lo degolló de un machetazo.
“Para vos también tengo”, le dijo Roberto Vecino a su vecino, valga la redundancia, y le cortó la cabeza.
Luego entró a un galpón y se suicidó, colgándose con una soga.
Ricardo Canaletti, especialista en estos temas, describe por TV la matanza y no ahorra detalles del morbo que la rodea. Cuando busca cerrar la nota se queda mudo. Pasan segundos que parecen horas hasta que balbucea una frase inolvidable: “Roberto Vecino mató a cinco personas en diez minutos y se suicidó. Esta historia no tiene remate”
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El cliente siempre se siente muy cuidado en ese clásico restaurante de Pinamar. También cuando deja la mesa y enfila para los baños.
Tanto en el de damas como en el de caballeros, hay sendos letreros grandes y muy visibles que advierten:
“AGUA POTABLE: NO APTA PARA EL CONSUMO HUMANO”.
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El puesto que vende flores en la esquina de Santa Fe y Callao está abierto las 24 horas. El florista que lo atiende por las noches tiene unos 25 años y va a la escuela para adultos. Cuando sale, toma su guardia en el puesto hasta la mañana siguiente. En invierno, el frío le corta las manos y se hace más difícil sostener el libro, por eso lo apoya en la mesita de madera que le hace de mostrador y lo lee inclinado hacia adelante, sentado en una banqueta, con las manos en los bolsillos. Cuando viene algún noctámbulo, lo cierra y entonces se puede ver la tapa negra y las grandes letras rojas: “Las venas abiertas de América Latina”, de Eduardo Galeano. El libro, se nota, ya lleva muchos años girando de mano en mano: “ajadito, gastadito”, como le gustaba decir a su autor.
Uno de sus clientes, ya casi amigo, le pregunta cómo llegó ese ejemplar hasta ahí, y el florista cuenta:
“Yo voy a la escuela para adultos y cuando Cristina expropió YPF discutimos en clase con el profesor de Historia si había que pagarles una indemnización a los españoles para quedarnos con la empresa.
El decía que no y yo que sí. Me parecía injusto no darles ni un mango como reparación ante la quita.
La clase estaba dividida en dos, casi que mitad y mitad. Como nadie convenció a nadie, el profesor nos aconsejó leer este libro a todos los que decíamos que había que pagarles. Yo no tenía plata para ir a comprarlo y en la biblioteca de la escuela había un sólo ejemplar, así que hicimos un sorteo para ver quien se lo llevaba primero. Salí anteúltimo, recién me tocó ahora, un poco tarde, pero valió la pena.”
–¿Por qué? –quiere saber, curioso, su cliente amigo, que confiesa no haberlo leído nunca.
–Es que me hizo entender que mi profesor tenía razón. No había que pagarles, porque los españoles ya se llevaron mucho de acá. Da bronca leer todo lo que nos robaron durante siglos. Mire –continúa embalado y docente el florista–, es como si a mí un tipo me afanara todas las noches un ramo de flores y, con ellos, tiempo después, abriera un kiosko en la otra esquina. Si ante mi reclamo para que me las devuelva pretendiera que le pague por ellas, no solamente no lo haría, si no que si pudiera lo cagaría bien a trompadas. Este libro me avivó, me abrió los ojos. ¡Léalo! –aconseja con énfasis mientras le pone moño al ramo de claveles rojos que acaba de vender.
Eduardo Galeano, desde algún lugar, sonreirá satisfecho.
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