Lun 24.10.2016

CONTRATAPA

Acerca de la equívoca justicia poética

› Por Juan Sasturain

Para Luis Maidana y Luis Tedesco,
lenguaraces justicieros


Voy a esgrimir, utilizar alevosamente un pretexto: en estos días, más precisamente el connotado 17 de octubre, se cumplieron casi secretamente los cien años del nacimiento de un personaje increíble pero sobre todo tenebroso como pocos: José López Rega. A partir de este hecho voy a hablar de otra cosa. Suele suceder.

Yendo al hecho puntual, es seguro –qué duda cabe– que la coincidencia de fechas con el Día de la Lealtad, epicentro de la liturgia peronista, habrá sido un elemento más a utilizar en su momento por el Hermano Daniel para alimentar y justificar su oscuro, perverso mesianismo político dentro del permeable Movimiento. La delirante Astrología esotérica que alguna vez firmó con la misma megalómana impunidad con que fundaría años después esa asociación criminal que fue la Triple A, lo proveía del seudo instrumento –debidamente acondicionado, como suele suceder– para trazar alevosas líneas directrices que convergieran en él, fueran su justificación providencial.

Hasta acá estamos especulando sobre lo que pudo haber sido la eventual resonancia de una carta astral, con todas las mediaciones que se quiera –hay quienes creen en estas cosas o hacen creer a otros que lo creen–, no sólo en la vida personal de un tremendo hijo de puta sino en el destino final –la vida, quiero decir– de miles de personas.

Pero nuestro interés es otro. Lo interesante en este caso no es señalar la aparatosa y nefasta coincidencia entre dos hechos / fechas inaugurales, sino poner el énfasis en un dato complementario, simétrico y anómalo: cuándo y cómo se produjo la muerte de José López Rega. Es muy probable que la mayoría de los lectores de esta nota no lo recuerden. Porque es habitual, como sucede con otro personaje que concentró largamente el odio de multitudes como el almirante Isaac Rojas, emblema de la revolución fusiladora del 55, que resulte curioso o por lo menos sorprendente para el común, que el sujeto haya muerto en la cama. Y así fue.

Es sabido –pero no tanto– que después de su caída en desgracia y consecuente salida presurosa del país en las postrimerías del gobierno de Isabel Perón, con un burocrático destino español en el pavoroso 1975 y tras permanecer a salvo en el exterior durante la Dictadura, con la llegada de la democracia y de los juicios, José López Rega fue acusado por sus crímenes y extraditado desde Estados Unidos en 1986 para ser juzgado. No llegó a serlo. Murió el 9 de junio de 1989 en Buenos Aires, a los 82 años.

Sin embargo –y de esto se trata en esta nota– en algún lugar / en otra dimensión, si se lo desea, las cosas no sucedieron o podrían no haber sucedido así. Es largamente sabido que ni las cenizas de Gardel ni las de Hitler han logrado persuadir jamás del todo a las expectativas, a las necesidades del morbo que los quiso y quiere, en la ficción, supervivientes. Y del mismo modo puede imaginarse que el estúpido verdugo que acecha a Lennon en la vereda del Dakota le acierta con sus famosos disparos de 38, a Yoko Ono. Del mismo y de otro modo, en el caso del funesto López Rega existe un texto memorable aunque paradójicamente casi secreto –a esta altura o por ahora–, de poderosísima belleza, en que el villano muere, ajusticiado.

Me acordé de Lucho Maidana ataca en estos días –de ese texto se trata– y volví a leerlo, y volví a gran parte de la obra de Luis Tedesco y quedé, si cabe, nuevamente deslumbrado. Es una tontería de mi parte, una trivialización desconsiderada, proponer un comentario ocasional –este mismo que estás leyendo, lector desprevenido– en el que se utilice el supuesto asesinato del tristemente célebre Brujo como disparador para evocar y elogiar las virtudes inusuales de un relato en el que el hecho es apenas un episodio, central para justificar la mínima trama pero apenas incidental en la riquísima proliferación de significaciones que generan estos densos, hipnóticos “monólogos en contexto de encierro” a lo largo de 400 irreductibles páginas de furiosa prosa poética emparedada (de algún modo pobre, tramposo hay que definir esta revulsiva maestría verbal).

Publicada en el 2014, hace poco más de dos años, Lucho Maidana ataca es el primer ejercicio narrativo confeso de un autor central de la poesía argentina contemporánea. El jugado y prolífico Tedesco de los dosmil –de Aquel corazón descamisado (2002) a Malón en cautiverio (2013) parando en todas– irrumpió sin transición en la narración con voz abierta a todos los vientos del uso deslenguado (ese Hablar mestizo en lírica indecisa que menta su notable poemario del 2009) sin pedir (se) permiso ni plantear (se) cuestiones de género. Ni el Lautréamont de los Cantos ni el Molina de Una sombra donde sueña Camila O’Gorman en el horizonte o como gestos previos de referencia. “Escribir y después pensar” suele profesar Tedesco con la autoridad que dan los asumidos rigores / riesgos de la intemperie, los chifletes y el polvo de la puerta siempre abierta.

Recuerdo haber disfrutado en este mismo diario el soberbio texto que en su momento y en Radar le dedicó la Perla Sneh, transcripción del que leyó al presentar Lucho Maidana ataca. Y ahí está, de salida, la clave –si cabe– de lectura: ¿A quién ataca el monologante Maidana? ¿Al Brujo y sus secuaces que mataron a su padre, al santón que extravió a su madre? Maidana ataca, de últimas y de primeras, al lenguaje –dice Sneh–; y lo hace con las armas propias, las del lenguaje, digo. El resultado de esa práctica textual hace que la lectura, la experiencia ulterior que compartimos –la idea, la imagen también es de Sneh– sea como la del que sale del agua después de nadar, de estar sumergido en una experiencia totalizadora en la que todas las sensaciones se suman, entreveran en acumulación simultánea y no contradictoria.

Y la última salvedad, que no salva a nadie. Que Maidana mate en el lenguaje y en la ficción a quien nadie mató en lo que convenimos en llamar la Historia no es un acto de justicia poética. Sería algo mecánico, torpemente compensatorio. Para Tedesco, para sus cómplices y desasosegados lectores, la única justicia poética es la que condena al lenguaje y al poeta a una misma celda, el poema, tenso espacio de cautiverio compartido.

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