CONTRATAPA
Una teta, dos torres y cinco minutos
› Por Rodrigo Fresán
UNO Por un lado están los diez días que conmovieron al mundo fielmente reportados por el periodista americano John Reed a la hora de la Revolución Rusa; y por otro está ese segundo que ha horrorizado a los norteamericanos en el último Super Bowl cuando un zarpazo del pálido cantarín Justin Timberlake reveló a la ciudadanía toda la teta negra de Janet Jackson. Una especie de revisión de aquel cliché donde el dueño de la plantación se aprovechaba de la esclava de mejor ver. Una inversión del síndrome de Mandingo. “Si un padre de la patria como Thomas Jefferson pudo hacerlo con su sierva de color Sally Hemings, entonces yo también puedo, yeah”, debe haber pensado el joven e inexperto Justin Timberlake; y después se manifestó encantado con haberle brindado semejante regalo a América durante el entretiempo de la final del campeonato de ese deporte donde todos se matan a golpes sonriendo. Ahora, Justin ya sabe que no se puede; y pidió disculpas en público (varias veces) y para que vean que es un buen chico no vaciló en ir a los Grammy acompañado por su madre, que viene a ser algo así como “mi chica favorita”, y todo eso. Algo ha ocurrido, algo no salió del todo bien: los acontecimientos históricos (el rugido de la ola roja y comunista que marcaría a fuego la historia de EE.UU. durante el siglo XX) han devenido en hitos histéricos; y así, aquella caza de brujas de los ‘50 justificada por el peligro de la “infiltración bolchevique” hoy ha sido suplantada por la cacería al pecho mágico.
DOS Se habla de Pezongate; pero, claro, lo grave no es la teta de Janet Jackson (finalmente recatada, tímida, el pezón cubierto por algo perturbadoramente parecido a una de esas estrellas de sheriff en aquellos westerns) sino la aureola de todo lo que rodea a esa teta. Pocas tetas consiguieron tanto con tan poco esfuerzo. Me explico: la teta de Janet Jackson ha legitimado –de golpe y de pronto– la alteración de la realidad. A partir de la teta de Jackson se ha decidido implantar el régimen del “falso en vivo”: cinco minutos de demora en las transmisiones en directo para conseguir el tiempo suficiente como para corregir lo “incorrecto” y proteger así los cuerpos y las almas de los telespectadores. El ente supervisor de la idea es la Comisión Federal de Comunicación y está dirigida por Michael Powell, hijo de Colin Powell, ese tipo que un día dice una cosa y otro dice otra porque, claro, lo corrigen. Así, a partir de ahora, no más tetas y –lo que verdaderamente importa– no más encendidas diatribas à la Michael Moore; y será todo un desafío el arreglárselas para decir lo que se piensa y se cree. Tal vez habría que instituir un Oscar o un Grammy especial. Una categoría dedicada a la mejor transgresión que –a la hora de los Grammy de este año– la ganaron los inglesitos de Coldplay a la hora de agradecer premio y dejar caer, como al pasar, buenos deseos para John Kerry, “quien, esperamos, será su próximo presidente”. En cualquier caso, lo más preocupante de todo no es esta estática y este ruido blanco –estos cinco minutos de realidad perdiéndose por decreto en un agujero negro, una idea que a Philip K. Dick le habría alcanzado para varios cuentos y una o dos novelas– sino el dato frío y perturbador de que, a la hora de visitar ese otro planeta llamado Internet, en unos pocos días se han computado más visitas a la teta de Janet Jackson que las que ha recibido en más de dos años la postal de las dos torres del World Trade Center viniéndose abajo. La conclusión es tan triste como vulgar: una teta famosa tira más que una tragedia nacional. “Imaginate lo que ocurrirá entonces cuando se le caigan las tetas a Janet Jackson”, me dijo un amigo.
TRES En medio de tanto escándalo –para bien o para mal, nunca se sabe–, los deseos de Coldplay parecen hacerse realidad. Los sondeos de popularidad de Bush Jr. descienden como torres, como tetas, y bastó contemplarlo el domingo pasado en una entrevista en el programa Meet the Press de la NBC para comprender que el tipo no sabe dónde está parado y no sabe si arriesgarse a sentarse por temor a que alguien le haya corrido la silla de lugar. Difícil elegir allí qué cortar, qué borrar, qué cinco minutos retrasar de ese programa a la espera de que sus guionistas le soplaran el slogan salvador. Esos ojitos, esa boquita, esas cosas que dice y que parecen salir de las tripas de madera de un muñeco de ventrílocuo. Esa desesperación de alumno obligado a pasar al frente para intentar convencer a sus electores de que se sabe la lección de memoria. Una amiga norteamericana –recién llegada de EE.UU.– me cuenta que los norteamericanos parecen estar despertando de un largo sueño, de esa pesadilla que comenzó aquel 11 de septiembre. Y que se sienten estafados. Y que comienzan a preguntarse si, después de todo, no fueron un poco raras sus últimas elecciones, tan tercermundistas, tan bananeras. Y es que, a la hora de la verdad, los norteamericanos son un pueblo inocente: se escandalizan por la súbita visión de una teta y se les hace difícil asimilar el hecho de que un presidente haya mentido y los haya llevado a una guerra fundamentada en la supuesta verdad de que Saddam tuvo algo que ver con Osama a la hora de bajar esas dos torres. En realidad –se demora en comprenderlo entre tanto fuego artificial, entre tanto artificio caliente– lo que pone de los nervios a los norteamericanos es el que algo se salga del guión preestablecido. En los ensayos para el número musical en el entretiempo del Super Bowl no había teta, en el argumento de una “de guerra” jamás podría pensarse que acabaría habiendo más muertos después de declarada la victoria que durante las hostilidades, ¿uh? Próximo estreno: Sean Penn agradeciendo su Oscar y a ver qué dice, y es todo tan pero tan raro.
CUATRO Es tan raro como –acabo de escucharlo y de verlo en la televisión– como subirse a un avión de la American Airlines y escuchar cómo el piloto comienza a preguntar por los altavoces quién es cristiano y quién no, y que pida que los cristianos levanten las manos y que adoctrinen a los pasajeros –“esos chiflados”– que profesan otra fe. Ese piloto que dice que hay que enderezar los respaldos y ajustarse los cinturones porque faltan cinco minutos para aterrizar en casita cuando, en realidad, nos adentramos en una zona de turbulencia.
Washington, tenemos un problema.