CONTRATAPA
La paz eterna y los perversos
› Por Osvaldo Bayer
Al anochecer del 24 de diciembre de 1914 se abre la cortina de nubes sobre el campo de batalla de Flandes en la primera Gran Guerra europea. El cielo se vuelve claro de puras estrellas y la luna llena envuelve el campo de batalla poblado de cráteres, en una luz tenue. De pronto, los soldados británicos no quieren creer a sus ojos. En las trincheras alemanas de enfrente se encienden velas que iluminan diminutos árboles de Navidad. ¿Acaso una nueva artimaña guerrera de los odiados hunos de enfrente? Pero no, porque se oyen cánticos. “Noche de paz, noche de amor”, cantan voces rudas de gargantas viriles. Y después: “Ha nacido un rosa”. “Well, done, Fritzens”, gritan ahora los estupefactos soldados ingleses y exigen otra canción más. Y desde las gargantas alemanas surge ahora el “Merry Christmas, Englishmen”. “No tiramos, no tiren.”
Así comienza la nota de Volker Ullrich sobre el libro de Michael Jürgs, La pequeña paz en la Gran Guerra.
Las dos caras del hombre. En la tierra de nadie de una guerra de trincheras llenas de cadáveres despanzurrados, de gente joven sin piernas ni cabezas, un campo con margaritas silvestres pleno de sangre y mierda y uniformes, uniformes y medallas, de pronto eso. Las canciones de la niñez de las sagradas navidades. El salir al campo sin armas, abrazarse al enemigo y primero enterrar a los muertos antes de brindar y cantar abrazados. Alemanes e ingleses. Pero también en otros sectores, alemanes y franceses. ¿Cómo explicar esto? ¿Cómo explicar que, pasada la noche, los soldados volvían a sus trincheras, sus fusiles y sus cañones, y apuntaban con toda fiereza a los ojos, a la frente, al corazón del enemigo para verlos saltar a la muerte, abrirles las barrigas, dejar que mostraran los chinchulines como en una mercado de carne? ¿Cómo se explica? El historiador inglés, con cierta ferocidad, lo explica como un inconsciente impulso instintivo hacia la muerte, haciendo mención a Freud. El episodio relatado en los partes militares con vergüenza y pedido de castigo que va de la pena de muerte al envío al frente más expuesto de la guerra, hoy se enseña en los colegios y se pone a discusión de los alumnos adolescentes.
Y justamente fue citado por los medios el jueves, al cumplirse los doscientos años de la muerte del más grande de los filósofos alemanes (como titularon casi todos los diarios de ese día): Immanuel Kant.
Y lo que más se ha citado del noble y humilde filósofo alemán es su libro Hacia una paz eterna, donde detalla las seis condiciones previas para la solución pacífica de todo conflicto bélico. Ellas son: 1) No debe valer como tratado de paz aquel que con una reserva secreta prepara el material para una guerra futura. 2) No debe valer para ningún Estado existente (pequeño o grande, para esto es lo mismo) que ese país pueda ser comprado, cambiado por trueque, vendido o regalado. 3) Los ejércitos existentes (miles perpetuus) deben ser disueltos con el tiempo. 4) No debe hacerse ninguna deuda estatal con referencia al comercio estatal exterior. 5) Ningún Estado debe entrometerse en la constitución o en el gobierno de otro Estado. 6) Ningún Estado debe permitirse, en guerra con otro Estado, tales enemistades que hagan imposible la confianza mutua en la paz futura. Como por ejemplo: empleo de criminales alevosos pagados (percussores), envenenadores (venefici), rompimiento de la capitulación, instigación para la traición (perduellio) en el Estado en contienda.
Con esto, el filósofo negaba toda política que veía a la guerra como simple continuidad de la política por otros medios o como continuación del uso de los instrumentos de poder.
Kant fue un cristiano sin religión y sin Biblia. A él le bastaban la razón y la ética, dos productos del Ser. Un buscador de la eliminación del mal y de la codicia. Porque uno se pregunta ahora si las fementidas armas de Saddam Hussein, no encontradas nunca, son más motivo de iniciar una guerra que la mansión de los Vanderbilt. Dice Julian Hanich en el diarioFrankfurter Rundschau, en el comentario del libro del publicista norteamericano Kevin Phillips La aristocracia americana del dinero: “Cuando se viaja por la Ochre Point Avenue en dirección al sur, en Newport, Rhode Island, se da de cabeza de pronto con un edificio que casi le quita la respiración a todos. Un palacio en estilo neorrenacentista con pasillos con arcadas, columnas corintias y pilastras. Esa residencia no tiene menos de setenta habitaciones. Y para los niños, al lado se levanta un edificio parecido. Ante la terraza se extienden interminables jardines y césped. Y detrás, justo, el Atlántico: only the sky is the limit. Es un domicilio de los diez mil que poseen toda la riqueza de Estados Unidos. Uno de los barones ladrones, como eran llamados Rockefeller, Andrew Carnegie y Henry Frick. El gobierno de Bush es una plutocracia, un gobierno del dinero. Ahí está el origen de la globalización. Un castillo de 70 habitaciones para unos; para millones, en cambio, barro, paja, o la calle y la basura. Miles de bombas que han matado a madres, a niños, a enamorados en Bagdad. Miles. Kant hace doscientos años que transforma la filosofía en ética, y ahora Bush, todo en crimen, todo en violencia. Un Hitler con Senado y ministros negros. Doscientos años después. Y la culpa la tiene Cuba.
Kant, qué cerebro, qué alma. Detiene las guerras con su “hacia la paz eterna” y los pueblos siguen horas después como los soldados alemanes contra los aliados en Navidad. Kant en vez de las bombas sobre las ciudades abiertas y los niños quería fundar hace doscientos años una comunidad mundial libre y cosmopolita.
Hubo almas buenas que siguieron el camino de Kant. El ciudadano Julio Cortázar, el bondadoso. Cuántas veces nos vimos en la casa de Soriano, en ese París. Cortázar, que se nos fue hace veinte años, era el hombre del bolsillo abierto, con el corazón en esa América latina de los Sandino y los Zapata. Nos llenó de letras mostrándonos nuevos caminos e interminables sueños e ilusiones en sus libros irrepetibles. Cortázar terminó en la pureza corroborada por el hecho de que el presidente de la Rosada no lo recibió. A Cortázar, el puro. Me acuerdo del último encuentro, cómo acariciabas a esa muchacha, tu amor. Tus ojos adolescentes revivían como si estuvieras jugando a la “Rayuela” y llegaras al cielo para siempre, acompañado.