CONTRATAPA
El corset
› Por Sandra Russo
Si uno lo piensa, es delirante, pero estas cosas pasan así: en un país periférico, hambreado artificialmente, saqueado por cuatro o cinco castas de políticos y burócratas locales aliados núcleos del poder globalizado, de instituciones vitales corroídas para llevar adelante ese saqueo, un gobierno se propone restaurar una de ellas, la Corte Suprema de Justicia. Para evitar caer en los antiguos juegos de jueces-mayordomos, decide proponer nombres de candidatos y someterlos al criterio de la sociedad civil y sus instituciones. Primero propone a uno que es resistido por “garantista”, paradoja sólo concebible en un país periférico y hambreado artificialmente no sólo de manera literal, sino además de manera simbólica. ¿O un juez puede ser otra cosa que un garante de la ley? Después propone a una mujer de currículum intachable y trayectoria pródiga en reconocimientos internacionales a su desempeño. Pero apenas ese nombre es propuesto, el dispositivo de poder se pone en acción, usando a algunos medios como amplificadores y gestores de una primera y gran polémica. Los enviados y cronistas de temporada sobrevuelan sobre la candidata rasqueteando en el diálogo afable hasta encontrar puntos de fricción útiles para hacer la nota que buscan, y en este punto es que la generación compulsiva de la noticia trastrueca los hechos y se funde con la noticia ya encontrada: ey, escuchen todos, tenemos una candidata a jueza de la Corte Suprema que es proabortista y atea militante.
Las crónicas veraniegas apuntan algunos datos objetivos sobre ella con la retórica necesaria como para convertirlos en significantes: es mayor, es soltera, veranea con su madre en un balneario pasado de moda, fuma mucho. Mmmm, parecen sugerir algunos comunicadores: es atípica. Y lo atípico da el color de fondo para seguir rasqueteando hasta focalizar más puntos de fricción. Es difícil creer que Carmen Argibay hubiese hablado motu proprio sobre el aborto, porque más allá de su opinión personal sobre ese tema es una jueza y no una activista. Pero tampoco oculta –¿por qué habría de hacerlo?– lo que piensa. Adelante, amigos, la mesa está servida. El dispositivo prende como una estrellita navideña y empieza el chisporroteo que en un mes y medio alcanza al Vaticano.
En su glorioso libro El placer del texto, Roland Barthes decía, en 1973, que a diferencia de lo que en su momento había planteado Nietzsche, nuestra evaluación del mundo no depende ya del combate entre “lo noble y lo vil”, sino entre “lo antiguo y lo nuevo”. Desde esa perspectiva, “lo antiguo” no es el pasado sino el presente, los estereotipos del presente, esas ampollas del sentido común, los relojes que atrasan, las anteojeras en las mentes. El lenguaje del poder, dice Barthes, “es estatutariamente el lenguaje de la repetición; todas las instituciones oficiales del lenguaje son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad, la obra masiva, la canción, la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología”.
Y bien, un mes y medio después de que Carmen Argibay dejara las playas tranquilas de Miramar, el eco de sus palabras ya fue y volvió del Vaticano y hubo obispos locales que requirieron del Gobierno “garantías” –ahí sí la Iglesia apoya abiertamente actitudes garantistas– de que nadie impulsará la despenalización del aborto. El dispositivo de poder puesto en marcha un mes y medio atrás da su primer y primoroso fruto con las declaraciones del jefe de Gabinete, Alberto Fernández, asegurando que no existe ningún proyecto para despenalizar el aborto. La Iglesia da por satisfecha su demanda. Las cintas de corset están de nuevo como deben estar: tirantes.