CONTRATAPA
De ignorancias
› Por Juan Gelman
El 2 de marzo de 2003 el diario londinense Observer reveló que los servicios norteamericanos se dedicaban a espiar a los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU –y no sólo a ellos– para conocer sus posiciones sobre la invasión a Iraq que W. Bush desató unilateralmente 17 días después (Página/12, 16-3-03). La noticia de esta violación manifiesta de convenciones y tratados internacionales de los que EE.UU. es Estado Parte pasó casi desapercibida en los grandes medios estadounidenses. El New York Times la ignoró completamente, el Washington Post publicó un breve artículo titulado La información sobre espionaje no escandaliza a la ONU, Los Angeles Times se extendió algo más para señalar que esas actividades eran habituales y que “algunos ex altos funcionarios de inteligencia se mostraron escépticos acerca de la autenticidad del memorando” que el Observer había dado a conocer: lo firmaba Frank Koza –director de la división Objetivos Regionales del Organismo de Seguridad Nacional de EE.UU.–, ordenaba a sus subordinados en la ONU montar el operativo de espionaje, y fue filtrado al diario británico por Katharine Gun, miembro de los servicios del Reino Unido. El hecho no tuvo existencia 53 semanas en la gran prensa yanqui hasta que el 25-2-04 el gobierno de Blair decidió apagar el escándalo local levantando los cargos contra Gun y dejándola en libertad. Un intento frustrado: al día siguiente, Clare Short, ex secretaria de Desarrollo Internacional, declaraba a la BBC que cuando ocupó el cargo “había visto la transcripción de conversaciones de Kofi Annan”. Ni el secretario general de las Naciones Unidas escapó a la vigilancia clandestina.
La desinformación –o la docilidad, la timidez, la autocensura o censura– sobre Iraq en la gran prensa norteamericana fue recientemente explorada por dos notorios practicantes del oficio, Michael Massing (The New York Review of Books, 26-2-04) y Christopher Mooney (The Columbia Journalism Review, marzo-abril 2004). The Nation sintetiza así la crítica de Ma-
ssing: los medios incurrieron en difusión de noticias oficiales distorsionadas, no publicaron otras que contradecían la postura oficial, utilizaron las fuentes más que dudosas del exilio iraquí, no investigaron sobre las presuntas armas de destrucción masiva en poder de Hussein, menospreciaron al Organismo Internacional de Energía Atómica de la ONU, que desmintió la posibilidad de un programa nuclear de Bagdad. Mooney, por su parte, estudió editoriales y noticias de los seis periódicos más importantes de EE.UU. durante las seis semanas comprendidas entre el discurso de Colin Powell ante la ONU “probando” que Iraq poseía el armamento letal y la invasión del 19 de marzo. Las “pruebas” fueron consideradas “irrefutables” por el Washington Post. Como declaró a Massing la periodista del New York Times Judith Miller: “Mi trabajo no consiste en evaluar la información del gobierno y convertirme en una analista independiente de la inteligencia (yanqui). Mi trabajo consiste en decirle a los lectores cuál es el pensamiento del gobierno sobre el arsenal iraquí”. Miller es autora de un artículo en el que afirmó que Iraq había tratado de importar miles de tubos de aluminio para obtener uranio enriquecido, una especie que alimentó los argumentos del gobierno Bush para legitimar la invasión.
Hay periodistas estadounidenses de otro cuño que protagonizan un fenómeno notable: están volcando en libros la información que no supieron, no pudieron o no quisieron brindar en su momento. En el volumen Rumsfeld’s War, el corresponsal en la Casa Blanca del periódico conservador Washington Times Rowan Scarborough revela que W. Bush firmó la orden de intervenir en Iraq en febrero de 2002, 13 meses antes de la invasión. El jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, al desmentir declaraciones del ex secretario del Tesoro Paul O’Neill, había aseverado con énfasis que el mandatario norteamericano sólo había tomado esa resolución en marzo de 2003 “después de tratar por todos los medios de no hacerlo”. La investigación de Scarborough, conocido por sus excelentes contactos con funcionarios civiles de alto nivel del Departamento de Defensa, descarrila las tercas explicaciones de Bush y Blair que incluso hoy insisten en que la guerra contra Iraq no estaba decidida en el 2002 porque Washington seguía negociando en las Naciones Unidas acerca de cómo desarmar a Hussein por medios pacíficos, primero, y buscando el consenso del organismo mundial para invadir, después.
“El 16 de febrero de 2002 –anota Scarborough– Bush firmó una directiva secreta de seguridad nacional que fijó las metas y los objetivos de la guerra contra Iraq, según consta en documentos clasificados que obran en mi poder.” En marzo de 2002, agrega, el jefe del comando central, general Thomas Frank, dirigió un vasto ejercicio militar preparatorio, bautizado “Martillo Superior”, y en abril expuso ante los jefes del Estado Mayor Conjunto el plan de invasión. “Preveía el empleo de 200.000 a 250.000 efectivos y dos frentes de guerra sobre el terreno, lanzando ataques desde Kuwait y Turquía.” ¿Qué habrá pasado con los medios norteamericanos, casi sin excepción? Tal vez sufrieron ataques de credulidad o patrioterismo. Tal vez padecieron la situación que Georg Lichtenberg supo definir así: “Si no hay libertad de pensamiento, aun las ideas permitidas llegan con gesto asustadizo”.