CONTRATAPA
El fin del futuro
› Por Rodrigo Fresán
UNO Si –como aseguró el inglés L. P. Hartley en su novela The Go-Between– “el pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de manera diferente”, entonces todo parece indicar que el futuro es esa patria donde todos nos comportaremos más o menos igual que ahora porque el futuro ha sido devorado por el presente. Memo para Fukuyama: no era el fin de la Historia; era el fin del futuro. Ahora y aquí, todo es el aquí y ahora.
DOS El futuro ya no es lo que era: esta es una idea interesante, porque hace comulgar los tres tiempos verbales en una sola oración que más bien es una plegaria resignada. ¿Adónde se fue el futuro? Todo parece indicar que, sencillamente, se agotó como recurso natural, que cada vez importa menos, que doblada la esquina del milenio ya no queda adelante y todo queda atrás. Y sí: los proféticos Sabato y Benedetti predicen el apocalipsis cada vez que pueden y el Pentágono le advirtió a Bush que la corte un poco con lo del terrorismo como amenaza número uno y que comience a preocuparse por el caos climático que se viene; pero son minucias. Eso no es el futuro. Es lo que se deja para más tarde, para demasiado tarde.
TRES Incluso las más poderosas imaginaciones de la ciencia-ficción supieron anticiparlo: Philip K. Dick ubicaba sus futuros a apenas dos décadas de su presente; J. G. Ballard dejó de viajar a otros planetas casi enseguida y aseguró que “en mis libros yo entiendo al futuro como una forma visionaria del presente”; mientras que William Gibson –alguna vez líder del hoy tan anticuado movimiento cyberpunk– hace transcurrir su última y mejor novela hasta la fecha en el aquí y ahora. En Pattern Recognition, Gibson propone una nueva forma de tratar lo que vendrá en el cuerpo y la mente de la bella Cayce Pollard: la mejor “coolhunter”, una pitonisa especializada en dictaminar si este logo o producto o moda tendrán o no éxito; y así viaja por el mundo cobrando sumas astronómicas por sólo decir “Sí” o “No” a esto o aquello. Cayce Pollard es algo así como la pesadilla corporizada de Naomi Klein y la novela de Gibson es magistral a la hora de contar nuestro presente –el padre de Cayce Pollard, un célebre “gurú” de la Guerra Fría, desapareció en Manhattan sin dejar rastros aquel 11/09/01, ese día en que se quebró nuestra idea de lo que supuestamente es probable y verosímil y real– con los mismos modales que alguna vez utilizó la ciencia-ficción para ilusionarnos con lo que vendrá, con lo que vino, con lo que ya está aquí latiendo en la electricidad del aire, en ese otro planeta que está en éste y que se llama Internet.
CUATRO Y el otro día leí en Internet –aquel Aleph de Borges latiendo ahora en casa como familiar pariente– que el futurismo ha muerto. Y que los futurólogos –esa forma supuestamente respetable de los antiguos adivinos– se están quedando sin trabajo y sin ganas de trabajar. La World Future Society cada vez tiene menos miembros y lejos y atrás han quedado los días en que el pueblo esperaba con ansiedad la santas palabras de Asimov y Clarke. Ahora lo que se usa son “analistas de riesgo” –que, supongo, serán algo parecidos a los coolhunters– cuya misión es analizar las coordenadas del mañana; pero del mañana en serio: es decir, de lo que puede llegar a suceder mañana, el mes que viene y –si nos ponemos audaces– el año que viene. Mas allá –como se leía en los viejos mapas de navegación– hay monstruos. Y suficientes monstruos tenemos aquí al lado como para ponernos a buscar nuevas aventuras donde la vista y la vida no llegan.
CINCO ¿Por qué este desinterés? ¿Tendrá que ver con la depresión postparto del nuevo milenio, con ese cambio de dígito que de algún modo nos grita que el futuro ya está aquí, que ya fue? Tal vez todo tenga que ver con la idea de que el futuro ya tiene pasado: ya son muchos siglos de anticiparlo; ya se anunciaron muchos absurdos y muchas utopías que jamás se cumplieron. Así, la ciencia-ficción se ha convertido en la arqueología de lo que vendrá y el sísmico shock del futuro no ha dejado otra cosa que las ruinas de este presente. Einstein lo advirtió como nadie: “No imaginen demasiado cómo será el futuro porque llega demasiado pronto”. Así es: a la hora de la verdad –basta con ver esas películas con efectos especiales, basta con recordar aquel Tomorrowland de Disney– nada envejece más rápido y peor que el futuro. Supongo que a eso se referían los punks cuando vomitaban su NO FUTURE!
SEIS Y escribo todo esto en Barcelona, a menos de una semana de las elecciones generales, y todas las encuestas –esa forma alternativa del tarot– coinciden en que el Partido Popular (con Mariano Rajoy como candidato) volverá a ganar pero que no es seguro que llegue a conseguir otra vez la mayoría absoluta y que tenga que buscar algún aliado para formar gobierno. Lo que, aparentemente, no significará gran cosa; porque Luis Rodríguez Zapatero (del PSOE, recortando las distancias en los últimos días) ya ha anunciado que no formará gobierno con el apoyo de otros partidos de izquierda: Zapatero quiere que voten al PSOE y que el PSOE gane por derecho propio y mayoría suya. Habrá que ver si esto se respeta, teniendo en cuenta que se pronostica una jornada electoral con alta participación y donde unos y otros saldrán a sentirse protagonistas –en especial los 2.000.000 de nuevos y jóvenes electores– porque esta vez, parece, votar tiene su gracia. Lo que no impide que la campaña electoral –tan diferente a las de otros países– transcurra breve, sin debate entre candidatos bastante inocuos, y con los carteles educadamente ubicados donde el resto del año se anuncia un concierto de Dylan o una exposición de Dalí. Así las cosas, en la moderna España de hoy –tan rota en pueblos y culturas como la pretérita Tierra Media de Tolkien– el futuro se juega en menos de una semana; pero en lo que todos piensan es en la cuota de la hipoteca del piso que vence mañana mismo. Y en que, sí, estaría bien que algunas cosas cambien; pero que, por favor, todo siga más o menos igual. O como me dijo alguien ayer: “Pensar en el futuro es perder el tiempo”.
Argentina, claro, es diferente; predecible pero, a la vez, tan difícil de adivinar: Argentina siempre está en el futuro. Tal vez algún día sabremos cómo alcanzarla.