Mié 10.03.2004

CONTRATAPA

No me peguen, soy yo

› Por Juan Sasturain

Según mi amigo Daniel Guiñazú, que todo lo recuerda con envidiable precisión y sin necesidad de recurrir a otro archivo que su memoria siempre a mano, fue el 27 de noviembre del ‘95 que un conocido peluquero boquense formuló –mientras llovían los impiadosos golpes sobre él en el estacionamiento del Monumental de River– la famosa e infructuosa apelación que ha hecho historia: “No me peguen, soy Giordano”. Ese día se jugaba un superclásico especial –Diego de un lado, Francescoli del otro– que terminó en cero sin goles, pena ni gloria. Sin embargo, la agresión brutal y estúpida al bronceado peluquero perduró en el recuerdo. No por lo que pasó, espantosamente trivial en la rutina de nuestras costumbres intemperantes, ni siquiera por lo que dijo la víctima en esas circunstancias –algo que podría haber quedado sin registrar– sino por cómo él mismo lo contó después. Es interesantísimo.
¿Qué hizo Giordano? ¿Qué quiso decir cuando dijo lo que había dicho? En principio, calzó –acaso inconscientemente– en un modelo anterior prestigioso, históricamente fechado: “No me maten. Soy el Che”, dicen que dijo el médico argentino en campaña cuando se vio herido por los soldaditos bolivianos de la canción. Guevara quiso persuadir infructuosamente a sus verdugos de que era más útil vivo que muerto. Pero no lo oyeron o no razonaron como él, y acaso el guerrillero heroico haya llegado a sentir el estupor de Cristo –otro que no pensaba morir matado– cuando de últimas se quejó al Padre, también sin suerte: “¿Por qué me has abandonado?”. En los dos casos las víctimas de la agresión tenían un altísimo concepto de sí mismos, una autoestima a toda prueba, una convicción absoluta de su papel, de su destino, y percibían cierta desproporción entre su misión y el fin oscuro que se les avecinaba. Y tenían razón, claro: aunque les pegaron (murieron), sobrevivieron; y esa muerte no deseada es clave para su significado mítico ulterior.
¿Sobreactuaron Cristo y el Che? No. Pero seguro que se la creyeron y tenían con qué y por qué. Ahí es donde lo de Giordano no sólo es patético sino ridículo: en la desproporción pretenciosa –sobreactuada– que implica su subrayado personal. Pero este fenómeno de distorsión es más amplio.
Alguien ha hilado fino sobre estas cuestiones del sentimiento al discriminar tres momentos: por ejemplo, una cosa es sentir el dolor, otra gritar o murmurar “Ay” y otra decir “Me duele”. Y vale tanto para una pena de amor como para un martillazo en el pulgar. Es lo que va de sentir (reconocer una sensación), expresar (manifestarla) y contar: hacer un relato con eso. El énfasis o la valoración de cada una de estas instancias hace a cierta oral de la palabra y de los sentimientos –y de la relación entre ambos–.
El viejo Antonio Porchia –el de Voces, tan lejano a los proliferantes chantas del aforismo que se mienten seguidores– escribió alguna vez algo así: “Te quiero. Y a vos qué te importa”. Con lo que el sentimiento trataba de mantenerse en su máxima pureza, apenas asomado a la expresión e incluso desdeñando la posibilidad de ser comunicado. En el extremo opuesto, aparatosos mensajes callejeros de vereda a vereda suelen hacer público –sobre todo a los terceros no excluidos– informaciones tales como “Raúl, te amo. Valeria” o “Bienvenida, Chola. Tus padres”. Suele haber un número de teléfono al pie, el de la fábrica de pasacalles.
Se trata, en realidad, de un proceso perverso de degradación del sentimiento, del que no suele salir inmune. Primero debe pasar la prueba de la expresión y luego someterse al necesario relato. Se supone que no hay sentimiento si no se lo expresa –“si querés llorar, llorá”– y que ni siquiera existe si no se lo cuenta o “elabora”: “Decime qué sentiste, en quién pensaste cuando hiciste tu primer gol”, lo aprieta el cronista al joven delantero después de que éste ya cumplió con el ritual expresivo del festejo elaboradísimo. “No hay palabras”, dice el pibe a la sabia defensiva. Justo el lugar en el que el poeta se plantea el problema.
Porque las consecuencias de esta compulsión a la necesidad de expresión y relato del sentimiento son el cassette y la sobreactuación, dos plagas nacionales de hábitat mediático. El cassette es, genéricamente, la imposibilidad de expresarse sin clichés. Caída –consciente o no– en un molde, una fórmula previa a la hora de manifestar la experiencia personal e intransferible. La sobreactuación, por énfasis o por saturación repetitiva, es la tendencia al subrayado sentimental o la ampulosidad física –el Mellizo cae en el área, Begnigni agradece un Oscar, el político cambia de atuendo, voz y discurso en el palco, Sabato frunce el ceño– para ratificar la validez y autenticidad del sentimiento que se supone expresa. El efecto suele ser el inverso: la sobreactuación es una forma de la mentira porque tiende a trasladar el interés y la atención no a lo que sucede sino a quién le sucede.
El pobre y maltratado Giordano no sólo usó un ca-ssette que le quedaba holgado sino que sobreactuó sin pudor, quedó en pelotas.

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