CONTRATAPA
De balcón
› Por Juan Sasturain
Hay tradición argentina en uso y abuso del balcón. Tiene que ver con la plaza, claro, con el llenado o la presión de la plaza. Originalmente, el balcón ha funcionado como barómetro; como mareómetro, mejor. Cuando el nivel de la plaza sube, se enciende el balcón. Como en las viejas serenatas, tanto cantan abajo, tanto rompen las bolas con el sentimiento a grito pelado o la intención de manga que hay que salir; aunque no siempre son canciones, halagos y palabras bonitas las que presionan desde abajo. Precisamente, las dos veces fundadoras en que el pueblo consiguió respuesta desde el balcón no había ido de festejo sino de apriete. Y hubo que salir a responder. Esas dos primeras, y otras más.
El 25 de mayo –el otoño venía lluvioso y desapacible– los vecinos porteños fueron a embarrarse e inaugurar sin paraguas una sana costumbre. Pero esa primera vez no miraban para el lado del río –estaba el Fuerte– sino para el del Cabildo: querían saber qué pasaba ahí adentro y hasta que no salió alguien a pisar las flojas tablas del balcón bajo y se rejuntó de ida y vuelta la primera lista sábana de la historia argentina no hubo caso. Y lo bajaron a Cisneros.
El 17 de octubre –esa primavera, casi un siglo y medio después, hacía calor– no eran vecinos los que saturaron la plaza sino gente que venía de más lejos y que no necesitó ni embarrarse ni permiso para meter las patas en las fuentes. Fueron a pedir por uno que estaba en cana y hasta que no lo vieron suelto y les habló –en el fondo, los mandó a la casa– no se fueron a la casa. Ese día Perón se hizo dueño del balcón y de la plaza, aunque después durante unos años los alquilara o se toleraran okupas: el Viejo la llenó y la desagotó a voluntad hasta el final, cuando primero se vio desafiado por los Montoneros en “su” ámbito y se sacó; y después, cuando se despidió humillado por aquellos impensables cristales que no le impidieron oír, de últimas, “la más hermosa música”.
Después, otros tuvieron su rato de balcón. Balcones espontáneos y balcones programados en respuesta a plazas fáciles, alevosas. Soslayemos el oportunismo de acoplarse a los festejos deportivos. Alguno por lo menos irresponsable se atrevió a (decir) todo: “Si quieren venir, que vengan”, desafío el guapo Galtieri y consiguió ovaciones. No pudo volver a salir. No sólo al balcón: ni a la calle. Otro, por lo menos pusilánime, no se atrevió a formular el desafío, a dar el paso que esperaba la multitud: y Alfonsín –que de él se trata, claro– después prácticamente tampoco pudo volver a salir.
Porque aquella Semana Santa de hace 17 años, episodio de la rebelión carapintada, con la ridícula represión que emulaba la fábula de la liebre y la tortuga, y la voraz convocatoria espontánea que llenó la plaza con regueros de bronca y esperanza, terminó en un chiste malo, síntesis tragicómica del primer gobierno democrático, versión sintética de la lamentable y lamentada decepción alfonsinista.
Es triste, pero aquel animoso “Felices Pascuas” –tranquilos, no hay motivos para que sean desgraciadas– y el subsiguiente “La casa está en orden”, corolario que ratificaba que el orden familiar / republicano no había sido subvertido y que el que mandaba seguía mandando, han quedado para siempre como sinónimos de engaño. Claro que es triste. Porque era mentira: había de qué preocuparse comiendo huevos de chocolate amargo, ya que el Presidente había cedido. Tras el Punto Final se vendría la Obediencia Debida arrancada con ladridos de cara tiznada y tanques sin nafta ni ganas de andar. El apriete militar le ganaba –en el espíritu que imagino quebrado del Alfonso– al multitudinario respaldo de la plaza recaliente. Entonces salió al balcón y no dijo “Compañeros, me apretaron”. Dijo lo que dijo.
Chau, Alfonsín. El enfático orador terminó de dilapidar esa tarde de otoño lo que le quedaba de la fortuna electoral del ‘83, de las reservas de confianza. ¿Con Luder y la mafia en el gobierno el trámite con los milicos hubiera sido mejor? Seguramente que no: ni Juicio a las Juntas hubiera habido. Pero como sucedería después cuando negoció con Menem el pacto de Olivos, los gestos de grandeza de Alfonsín han sido sólo alevosas claudicaciones, tácticas (fallidas) de supervivencia política. Porque Alfonsín miente.
Pero no como Menem, claro, que no tiene techo ni escrúpulos. Alfonsín los tiene: por eso se miente, también, a sí mismo. Es probable que se crea mejor y más capaz de lo que resulta ser. Tiene una buena imagen propia, consolidada durante la campaña electoral del ‘83, cuando se convenció de que la democracia encarnaba en él: “Con la democracia (¿conmigo?) se come, se cura y se educa”. Y hay una frase anterior, incidental en apariencia pero más reveladora aún, que acompañaba sus discursos de tribuna y de balcón, como una alevosa y demagógica muletilla: “¡Un médico allí!”.
La solución radical era el médico de pueblo como modelo de gobernante –Illia en la leyenda áurea, Armendáriz en la penosa realidad de la provincia de Buenos Aires en los ochenta–: las recetas tradicionales y la confianza de la palabra tranquilizadora sustentada en un saber honesto. Un saber y un poder honestos. Pero limitados y soberbios también.
De ahí se puede conjeturar qué tipo de mentira es la mentira de ese Alfonsín que sale al balcón: es la mentira que se cree piadosa del médico que, tras ver a su paciente en medio de una crisis grave, sale e informa a los parientes e interesados y dice que está mejor, que le bajó la fiebre y pasará una buena noche. Pero no avisa que, más allá de superar lo de hoy, de fija se va a morir sufriendo como un perro y que todos sufrirán con él. Es que hay que operar, pero él no puede operar. No sabe; y no quiere porque no sabe. Por eso se tiene que ir. Y se irá.
Legado de un Viejo Demonio, caliente como el techo de zinc en que sufría el gato o la gata de Tennessee Williams, el balcón de la plaza quemó los criminales sueños megalómanos de unos y la suicida ilusión confortadora de otros. Ahora parece que tiene un cartelito que dice: antes de salir con la plaza llena, ponerse zapatos de amianto y el valiente corazón en calma.