Jue 15.04.2004

CONTRATAPA

Cruces, cruzadas, cruzados

› Por Leonardo Moledo

La generosa idea de cruzada, que remite de algún modo a las nociones de honor, hidalguía y generosidad que eran las divisas del orden caballeresco europeo, se remonta a la Edad Media y a la cruz hecha de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en esas iniciativas. Hay escritores medievales que utilizan las palabras croisement o croiserie para referirse a todas las grandes expediciones que implicaban unión detrás de objetivos nobles o generosos y dirigidos contra los infieles, como las guerras emprendidas por los españoles contra los mahometanos, que culminarían con la toma de Granada en 1492, y la expulsión de moros y judíos (con la consiguiente ruina económica de España); las cruzadas del norte de Europa contra los prusianos y lituanos o el exterminio de la herejía albigense en el sur de Francia llevada a cabo por Simón de Monfort, por el expeditivo método de matar a todo el mundo sin excepción.
Pero la cruzada por excelencia, la que todo el mundo tiene en mente cuando proclama una cruzada hoy en día, sea contra el tabaco o contra el terrorismo, es la que el 27 de noviembre de 1095, último día del concilio de Clermont, proclamó el papa Urbano II, para resolver el problema de la seguridad de Tierra Santa, apelando al espíritu de la caballería, con sus altos ideales de honor, valor y defensa de la fe.
La idea tenía un amplio sentido cristiano: por empezar, la afirmación del poder ecuménico de la Iglesia (ya que la cruzada era una convocatoria por encima de los poderes locales y desde ya, de los incipientísimos embriones de estados nacionales, que nadie podía adivinar todavía); en segundo lugar, apoyar al emperador de Bizancio, que temía la expansión de los turcos selyéucidas, y también –por qué no– reorientar la violencia de los caballeros feudales, enzarzados en interminables guerras de familia y de pandilla, hacia un objetivo externo. En su llamamiento, en efecto, Urbano II conjura a los cristianos de Occidente a cesar en sus luchas fratricidas y a unirse para combatir a los paganos: “Quienes lucharon antes en guerras privadas entre fieles, que combatan ahora contra los infieles y alcancen la victoria en una guerra que ya debía haber comenzado; que quienes hasta ayer fueron bandidos se hagan soldados; que los que antes combatieron a sus hermanos luchen contra los bárbaros (a saber, los árabes y turcos, que tenían a la sazón una cultura bastante más avanzada que de la Europa occidental)”.
La convocatoria de Urbano II tuvo un éxito increíble: se cuenta que los caballeros que oyeron la exhortación papal cortaron unos paños rojos en forma de cruz y se los colgaron en el pecho como signo de que querían participar en la expedición. Cientos de nobles menores se dispusieron a tomar las armas y la Cruz, para ir a “recuperar” un territorio que de todas maneras no les pertenecía, pero al cual tenían derecho por su fe.
Pero no sólo los nobles respondieron al llamado: el fervor por la liberación del Santo Sepulcro hizo presa de las poblaciones y fue incontenible: un predicador de baja estofa, Pedro el Ermitaño, armó una verdadera cruzada popular (se conoció como “la cruzada de los pobres”). Campesinos, mendigos y ladrones abandonaron los campos y se convirtieron en un torrente humano; con el fervor que sólo confiere la Fe, se dirigieron hacia el mar (aunque ninguno sabía dónde quedaba Tierra Santa), arrasando cuanto había a su paso; saqueando los graneros y los rebaños, y armando gigantescas hogueras donde quemaban a los judíos que encontraban a su paso, hasta que fueron masacrados o murieron ahogados.
La “cruzada de los nobles”, que fue más organizada, y estuvo al mando de Godofredo de Bouillon, llegó en 1099 a las afueras de Jerusalem y el 15 de julio los ejércitos cristianos consiguieron tomar la gran ciudad. La toma de Jerusalem fue contada y celebrada por impávidos cronistas.
“Habiendo entrado en la ciudad, persiguieron y degollaron a los sarracenos hasta el Templo de Salomón, donde hubo tal carnicería que losnuestros caminaban con sangre hasta las rodillas. Los cruzados corrían por toda la ciudad arrebatando oro y plata, caballos y mulas, haciendo pillaje en las casas que sobresalían por sus riquezas. Después, felices y llorando de alegría, se fueron a adorar el sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, considerando saldada la deuda que tenían con El” (Raimundo de Aguilers, cronista presencial).
“Degollaron a más de setenta mil personas, entre las cuales había una gran cantidad de imanes y de doctores musulmanes, de devotos y de ascetas, que habían salido de su país para venir a vivir, en piadoso retiro, a los lugares santos” (Ibn al Athir).
“Se ordenó sacar fuera de la ciudad todos los cuerpos de los sarracenos muertos, a causa del hedor extremo, ya que toda la ciudad estaba llena de sus cadáveres... hicieron pilas tan altas como casas: nadie había visto una carnicería semejante de gente pagana. Las hogueras estaban dispuestas como mojones y nadie, excepto Dios, sabía su cantidad” (Guillermo de Tiro).
Habían logrado cumplir el noble objetivo de la cristiandad, y se reunieron y rezaron con unción junto al Santo Sepulcro.

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