CONTRATAPA
El dulce orden
› Por José Pablo Feinmann
Son tantas las páginas que escribí sobre el tema de la seguridad. ¿Sirvieron para algo? Tantas veces escribí que los verdaderos delincuentes son quienes crearon las condiciones sociales de la delincuencia. Que el Estado debe “poner orden” y garantizarlo, pero sin demonizar al delincuente. Sin inhumanizar la represión del delito. Sin soltar a los lobos, irresponsablemente. Una sociedad que entrega su destino a la policía termina siendo una sociedad policíaca. Insegura para todos, en la que todos somos delincuentes. Voy, sin embargo, a insistir. Todos queremos seguridad y un orden estable en el cual construir un país. Pero queremos “derechos humanos”, no mano dura ni “tolerancia cero”. (¿Qué significa “tolerancia cero”? Se supone que si un orden instituido ataca el delito es porque ha decidido no tolerarlo. ¿Qué significa ese “cero”? ¿Hay tolerancia dos, uno y por fin cero? ¿Qué sería “tolerancia dos”? ¿Combatir al delito dos puntos menos? Si hemos decidido “no tolerar” la delincuencia, ¿por qué añadirle un “cero” a esa ya explícita intolerancia? Porque el cero es el número que más se identifica con la nada. Y la nada se identifica con la ausencia total de “algo”. Y si “algo” es el delincuente, transformarlo en “nada” es borrarlo de la realidad. Matarlo. “Tolerancia cero” es un eufemismo. Significa “estamos dispuestos a matar”. “Hay orden de matar.” “Matar” es algo incluido como un elemento sustancial y definitorio de este esquema de represión. “No tolerar el delito” dice una cosa. “Tolerancia cero”, otra. No tolerar el delito es la búsqueda de la recuperación social y humana del delincuente, la creación de establecimientos carcelarios dignos y el concepto éticamente fundante que postula la recuperabilidad de todo ser. Por “monstruoso” que haya sido lo que hizo. No hay, además, sociedad inocente de los “monstruos” que produce –sé, de todos modos, que es inútil este camino. Sólo convence a los ya convencidos–. “Tolerancia cero” es no sólo no tolerar el delito sino llevar a un plano subalterno la recuperabilidad del delincuente. El delincuente es un monstruo congénito y no merece tolerancia. Donde se lo encuentre, se lo eliminará.)
Sin embargo, éste –insisto– no es el camino. Es perder el tiempo. La sociedad argentina de hoy (como tantas otras veces) identifica la seguridad y el orden con la muerte. Convoca, pues, a los profesionales de ese oficio y les pide que actúen. Theodor Adorno –en un texto de 1967– decía que lo mejor para evitar la repetibilidad de Auschwitz era despertar el egoísmo de la gente. Escuche: cuando la persecución se desata, no se detiene. Es insaciable. “Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor, puede ser una víctima” (“Consignas”, pág. 94). Cuando a los lobos se les arrojan los lobos, ¿sólo matarán a los lobos? Y cuando los maten, ¿quién los detendrá? ¿Quién evitará que sigan matando, que los lobos se transformen en los nuevos lobos? ¿Habrá que buscar “otros” lobos y así interminablemente? Esta “Bonaerense” de hoy, ¿no es el “lobo” que el general Camps (bajo un gobierno que respondía al clamor de “orden” de una sociedad) le arrojó a los “lobos de la subversión”? No creo que muchos entiendan esto, pero hay que insistir: cuando usted pide “tolerancia cero”, cuando pide desdén e irrespetuosidad por la vida del delincuente, está instalando el desdén por la vida, por la de todos. Por la suya. De aquí la pequeña, cotidiana y horrorosa historia que ahora le narro. Cuando termine de leerla no piense: “A mí no me va a pasar”. Piense que, ya, les pasó a muchos. A demasiados. Que usted, por ahora, si la paranoia de la “tolerancia cero” sigue creciendo, apenas se está salvando. Aunque se crea tan honesto, tan ciudadano de primera, tan libre de peligro.
La historia es la que sigue y se llama “El dulce orden”:
Al tipo le gustó que Videla diera el golpe. El país era un caos y sólo los militares podían meter orden. Porque son tipos duros, castigadores. No son como los políticos, esos que aparecían por la televisión tratando de frenar el golpe, diciendo que había que adelantar las elecciones para noviembre de ese año, de 1976. Qué elecciones, por favor. El país no se arregla con elecciones, piensa el tipo. Y lo piensa porque quiere machos en el gobierno. Y los machos, en este país, llevan uniforme.
El tipo tiene un pibe. Buen pibe, ejemplo de pibe. Nunca anduvo en nada. Terminó el secundario y ahora va a entrar en Abogacía. Un día, el pibe hace camping con unos compañeros. No muy lejos. Ahí, por Pilar. Tocan la guitarra, se toman unas cervezas, todo livianito, todo bien, porque el pibe es así, limpio, nunca estuvo en nada, nunca va a estar en nada. Y ahora toca la guitarra y se come un choripán, ahí, en Pilar, con sus amigos. Y llega un camión de milicos y los milicos se los llevan a todos y el tipo no lo ve más al pibe. Después averigua que los milicos buscaban solamente a uno, a uno que figuraba en la agenda de un guerrillero, a uno que no era guerrillero, pero, claro, estaba en la agenda, así que era como si lo fuera, un amigo, un cómplice, un tibio o un indiferente. Vaya uno a saber, le dicen al tipo. De modo que los milicos aparecieron y se llevaron a todos. El tipo dice que su pibe era ejemplar y no estaba en nada. Y le dicen que no, que si no hubiera estado en nada no habría ido a comer choripanes con subversivos. Y el tipo ya no sabe qué pensar. Sólo alcanza a pensar que acaso no debió festejar tan alegremente lo que pasó ese día de marzo, el día veinticuatro. Que si hubiera ocurrido otra cosa hoy lo tendría al pibe. Y el tipo (que es un pobre tipo) se siente exactamente lo que es: un infeliz. Un infeliz al que ya no le gustan tanto los uniformes, un infeliz que ya no pide mano dura. Un infeliz que sabe que es tarde.
Años después, otro tipo (muy parecido al anterior) está harto de la delincuencia en la provincia. Quiere mano dura. Vota a Ruckauf. Vota a Ruckauf y se alegra cuando Ruckauf lo pone a Rico a cargo de la seguridad. Ahora sí. Ahora van a ver los chorros. Llegó la hora de los halcones.
Una tardecita de domingo el tipo sale a comprar cigarrillos. Hay un sol tibio, pájaros, silencio, una maravilla. Llega al quiosco de la esquina y se pone a hablar con el dueño. Hablan de fútbol; porque el tipo es así: le gusta hablar de fútbol, hablar con el quiosquero y comprarle cigarrillos, es tan dulce la vida. De pronto, aparecen dos chorros. El tipo se sorprende porque ya se había vuelto raro eso de los asaltos. Los chorros lo afanan al quiosquero y le piden la billetera al tipo. Pero las cosas han cambiado. Ahora hay seguridad, mano dura, rigor. Aparecen los halcones del orden. El tipo los ve venir y se dice: “Yo sabía”. Y siente un calorcito en el pecho: él sabía que no le iban a fallar, que cuando los necesitara iban a aparecer. Y ahora están ahí, ellos, los halcones del orden, y no se andan con vueltas, no son gente de matices, donde ven un problema arrasan con todo, no queda nada, ni el problema ni lo que hay cerca del problema. De este modo, sin mayores matices, matan a los dos chorros, al quiosquero y al tipo. Y todo queda como estaba, el sol tibio, la tardecita calma, y la gente en sus casas escuchando los partidos. Es tan dulce la vida.