CONTRATAPA
Verdades con voz finita
› Por Juan Sasturain
A principios de los años ’70 apareció en la Primera de San Lorenzo –como delantero, y más precisamente por los costados– el flaco, veloz y combativo Rubén Ayala. El pelo largo, los bigotes al uso de la época pero en dimensión zapatista y cierta tendencia a correr inclinando el torso hacia adelante, bajando la cabeza, lo hicieron inconfundible. Rubén Ayala era muy rápido y al llevar la pelota como si tropezara con ella –pero no– parecía algo embarullado. Sin embargo, esas características no le impidieron ser un buen goleador, pasar de los costados al medio, llegar a la Selección, jugar el Mundial del ‘74 en Alemania y participar de aquel aparatoso fracaso. Para entonces el famoso Ratón Ayala –tal fue el apodo con que quedó para siempre en la memoria futbolera– ya jugaba en España, donde corrió largo y tendido durante años con la camiseta a rayas verticales del Atlético de Madrid, dejando muchos goles y más buenos recuerdos en el Vicente Calderón y otros estadios de media Europa. Fue hasta campeón de Europa con los colchoneros, se quedó hasta el ’80 y terminó su campaña en México.
Que hoy, y desde hace tiempo, el excelente defensor que tiene alquilada una camiseta en la Selección sea conocido como Roberto “Ratón” Ayala es sólo fruto de la estúpida desidia comunicacional: no gastar neuronas ni en buscar un apodo nuevo. Ha bastado la simple portación de apellido para prolongar una falsa dinastía de roedores. Sin embargo, el único Ratón Ayala que perdurará como tal en nuestra historia futbolera es aquel incisivo delantero de San Lorenzo. Y hay algo curioso: es muy probable que sea recordado menos por sus goles que por su participación inolvidable en un aviso televisivo, cuando ya usaba la rojiblanca del Atlético.
Los detalles del desarrollo de aquella publicidad en blanco y negro se han esfumado, incluso hay quienes no se acuerdan de qué producto se trataba. Cabe entonces consignar que eran los por entonces famosos botines de fútbol Fulvence que, además de ser obviamente muy buenos, poseían –según los sagaces creativos que le dieron la última palabra al delantero– una característica especial, acaso un condicionamiento de origen. Y ese dato clave lo enunciaba –de colofón– el inconfundible Ratón Ayala de frente y sin pestañear: “En Europa no se consiguen”.
Aún hoy se pueden y suelen reproducir las cinco mágicas palabras –hay quien las cita sin saber su origen– y es posible reconocer incluso la cara del Ratón. Pero no fue nada de eso lo que perduró. Fue el tono increíblemente aflautado con que Ayala ratificaba que los botines criollos allá no se conseguían. Porque el Ratón tenía una maravillosa, inolvidable voz finita y ese casi falsete es lo que ha hecho inmortal la frase de hace treinta años. La otra cuestión es de qué se trata, qué quiere decir el delantero cuando, con la autoridad que le da jugar en España, destaca esa aparente limitación de los Fulvence: no se pueden conseguir “allá”. Es que, como decía Borges que pasaba con Wilde: era brillante y divertido, y eso hacía olvidar que solía tener razón. Ayala también.
Es que, con ironía o sin ella, el Ratón no enuncia una carencia sino proclama la vieja y soberbia fórmula de “ellos se lo pierden”. A principios de los imprevisibles ’70 aún era posible –incluso desde el ridículo– hacer el elogio jactancioso de la exclusiva producción nacional. Y no en cualquier rubro, claro. Durante décadas, el campo de lo futbolero fue motivo de orgullo criollo en términos de producción sutil y diferenciada. Porque no sólo suponíamos que salían de acá los mejores futbolistas del mundo, sino que habíamos inventado la pelota superball –la de válvula que suplantó el ominoso tiento– y los botines industria nacional eran (se decía) más bajos, blandos y adaptables a las necesidades y aptitudes especiales de nuestros cracks que las penosas botas –así siguen llamándose en España– con que aporreaban la pelota en el Hemisferio Norte. Teníamos un saber que no era poder, pero acaso alguna vez podría.
Como diría el amigo Fierro: “Pero el destino ha querido / que todo aquello acabara”. Y no ha sido el destino solo, seguramente, el que nos rompió los botines. Con el tiempo y las desparejas paridades nos llegó la hora de Hamelin, y la nueva consigna suicida del “déme dos” pronunciada en tierras extrañas. Con voces –gruesas y finitas– más soberbias y menos amables que aquella del agrandado Ratón, ricas ratas y pobres lauchas confirmaron las felices compras de lo que “en la Argentina no se consigue”. Y nos fuimos al carajo.