CONTRATAPA
La copia y el original
› Por Sandra Russo
Dos pibes entran a robar en un negocio de Palermo Soho. Como en la caja no hay plata, miran a su alrededor a ver qué pueden llevarse. Descartan los muebles de diseño: los pibes chorros no se explican por qué un banquito de chapa puede costar lo que cuesta. Y no hay desarmaderos de muebles de diseño. Entonces, fastidiados, deciden llevarse la computadora, que algo es algo. Pero justo antes de irse, miran las zapatillas de la empleada: unas Nike rojas, Nike posta, que le trajo el novio de Brasil. A punta de pistola la obligan a descalzarse, la encierran en el baño y se van.
En un colegio privado de quinientos pesos por mes, prende una nueva moda: la jactancia de lo trucho. Miran con desdén, entre ellos, a los que siguen comprándose ropa de marca. La última es ir al boli-shopping de Pilar, un mercado informal de réplicas cuyos fabricantes no se toman el trabajo de disimular el origen bastardo de la mercadería. Allí todo es “como si”, y así es como les gusta andar a los chicos que podrían, si se pusieran pesados, conseguir que sus padres les festejaran las buenas notas con zapatillas de trescientos pesos. Pero para ellos ahora es cache andar subidos a cien dólares: les parece un must que se les note que han invertido apenas ochenta pesos. No pueden ser imitaciones, que las hay y muy buenas: la gracia son las copias y las copias malas, que se note el pespunte errado, la sobreimagen de la marca, la tela barata, que algo revele en la mala factura que se trata de una caricatura.
Las mucamas que trabajan en las casas de esos chicos, en cambio, sueñan con ropa de marca verdadera. Mariela gana seiscientos pesos por mes, y muestra a sus amigas, deleitada, su remera Kosiuko que le costó cinco días de trabajo y con la que piensa ir a bailar el sábado. La adolescente de esa casa, por su parte, irá a bailar con el mismo modelo, pero sin marca, que consiguió en el Once a doce pesos.
En los bares de Palermo, los sábados, los parroquianos locales se mezclan con los de Zona Norte que vienen a pasear por el barrio. El barrio impone normas. No se llevan los tacos en las mujeres ni las marcas de shopping. Se usa la ropa suelta y de colores incombinables, los pelos desatendidos y las tinturas caseras, cierta cosa andrógina general y un aire de tener un placard chico. Los de Zona Norte, pese a que se han vestido de Palermo, terminan delatados por el cocodrilito en la remera.
Hay un nuevo culto al plástico y la fórmica, materiales de las primeras y fundantes burguesías de los años 50. Materiales en serie, democráticos, gasoleros. El plástico es el rey del reino de la copia, de la producción industrial, de la matriz: la primera oveja Dolly del diseño, la madre clonadora capaz de parir miles de hijos de un solo pujo. Ese reino tenía, hace ya medio siglo, millones de súbditos que gracias a ocho horas de trabajo empezaban a degustar una noción nueva del tiempo y del espacio: la del confort. Ese invento pequeño-burgués era profundamente igualador. A él se le impuso, más tarde, el reino de lo selectivo. En países como éste, el reino de lo selectivo sobrevivió pimpante entre cien o doscientos, mientras el que se desbarrancaba era el otro, el reino igualador. Ahora, una tendencia indica que el buen gusto se ubica, para muchos, entre esos materiales clasemedieros y a mucha honra.
No se ve bien el cuero, por ejemplo: a la cuerina, que ha hecho su regreso triunfal, los pretenciosos le dicen “cuero ecológico” y los ideólogos de las nuevas imágenes directamente “símil”. Va de suyo que un entendido a tono con los tiempos –es decir, alguien que entiende antes que nada su propia condición de ser mutante en el equilibrio inestable argentino– quiere “símil”. El “símil” es noble, aguantador, sincero, no esconde su origen, pertenece a la misma familia que el hule, que también ha vuelto, igual que la viyela, el nylon, el paño lenci. Dentro de poco va a volver el papel secante.
Las mujeres elegantes que vienen de compras a Palermo Soho gastan fortunas en ropa de diseño: un saquito cualunque puede oscilar entre trescientos y cuatrocientos pesos. Las empleadas de esos locales, en cambio, no son como las de los shoppings, que sacan la ropa de marca con descuento. Caminan cuatro cuadras y se visten en segundas selecciones o en ferias americanas.
En los últimos meses han proliferado de un modo llamativo las carteras Vuitton, la madre de las marcas, la Reina Marca. Las hay auténticas y las hay truchas. Hay mujeres –o maridos o amantes– que pagan cifras insostenibles por una verdadera: vales miles de pesos. Pero hay otras que zarandean orgullosas la copia. Vuitton nunca hizo juicios: una Vuitton auténtica es inconfundible. De eso se jactan las que zarandean la copia: de usar copia.
Maradó, Maradó, corean en la puerta de la Suizo Argentina las barras que interpretan el sentir argentino. La ropa deportiva y sus eslóganes han invadido la vida cotidiana, con sus Just Do It, o sus Impossible is Nothing. Como si fuera fácil hacerlo, como si nada fuera imposible, como si se tratara de esfuerzo, como si todo consistiera en decidirse. Mientras la gente del común intenta recuperar el frágil territorio de la serie, el estatus tranquilizador de la serie, las ocho horas de un trabajo, las vacaciones del primer peronismo, el suave murmullo de la Singer –que suponía la fábrica de la Singer abierta–, el ídolo se recupera pese a todos los pronósticos. Maradona sigue siendo Lo Unico que nadie se atrevería a copiar, ese Original que en el reino de la serie ocupa el cetro, dorado para siempre.