Lun 10.05.2004

CONTRATAPA

La caída del nazismo

Por Jack Fuchs*

Tengo ahora ochenta años. Desde el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación alemana, ya pasaron 59. Mucho tiempo si se juzga a partir del almanaque. Mucho tiempo si se juzga a partir de la experiencia que la vida acumula y ordena. El pasado finalmente se ordena. Sin embargo, hay hechos que dejan a un hombre, aun sereno, en el papel de testigo inaudito del tiempo. Difícil papel. Y no es una dificultad que merezca o desmerezca compasión, reconocimiento. Ya puedo decir que no se trata de una dificultad social, de intercambio, de comunicación. Sé que hay amigos y desconocidos que escuchan. Es una dificultad íntima. Sobrevivir en Auschwitz, recibir el final de la guerra en Dachau, sin mi padre, que antes de salir de Lodz, hacia los trenes, me regaló unos zapatos hechos por él, andar por los pastos de Baviera, descansar, restablecerme en un hospital alemán son todavía mis dificultades íntimas, mis preguntas. El pasado se ordena, se puede organizar la marcha de las cosas, el sinsentido, el absurdo, todo se puede ordenar; son hechos que requieren memoria, quizá información. Los hechos suceden y después se les encuentra explicación. Y la explicación es un abrigo que cubre y apacigua.
Desde la finalización de la guerra, en la primavera europea de 1945, cuando el mundo descubre el horror de los campos, el viejo ideario humanista tiembla, entra en crisis. ¿Cómo fue posible que de un día para otro Alemania se dispusiera a aniquilar a poblaciones enteras que habían convivido durante siglos en Europa? ¿Cómo fue posible que las masas se entregaran a un delirio asesino, a matar y morir por una causa? ¿Puede ocurrir otra vez un delirio semejante? Repentinamente, el proyecto civilizatorio, racional, se había desvanecido. Viví esos años, tuve esa experiencia desde el momento mismo en que Lodz, la población judía de Lodz, fue confinada, cercada en los muros y alambres del gueto, muchos años antes. Primero fue desconcierto, perplejidad. Después todo se hizo claro: el modo en que las cosas iban a desembocar en “la solución final”.
El mismo desconcierto, con rasgos nuevos, me rozó al terminar la guerra. Porque así como el sentimiento de angustia y desánimo se generalizó rápidamente, también muy rápidamente pude ver cómo nacía una ominosa voluntad por dar vuelta la página y comenzar enseguida todo de nuevo. Había que ocultar la monstruosidad y, sobre todo, había que seguir viviendo. Las masas alemanas que hasta pocos días antes habían seguido con fanatismo los dictados delirantes del partido nacionalsocialista se disponían ahora, mansas, a convivir con las tropas de ocupación, y muy poco más adelante entraban en la farsa del milagro y la recuperación. Los sesenta millones de muertos, la destrucción de las ciudades, todo el teatro de la crueldad, pasaron a ser nada más que un mal sueño, una pesadilla. Europa recurre al pasado cuando lo necesita, con todos los resortes de la tradición y la cultura, pero también ignora la historia cuando necesita ignorarla. El pueblo alemán, el pueblo de Goethe, de la gran filosofía romántica, de la exquisita música del XIX, de Hegel, de Heidegger, al terminar la guerra, no celebró la caída del régimen en las plazas, ni sobre las ruinas en las que el propio régimen había dejado a Alemania. Que yo sepa, el 8 de mayo, aún ahora, no se festeja en Alemania, ni siquiera como el día en que el viejo espíritu racional e ilustrado recuperó la razón a la fuerza.
Hace años que tengo la impresión de que la cultura europea fue adoptando un punto de vista equívoco acerca del horror concentracionario. ¿Cuál? El de interpretar el campo de concentración como un instrumento exclusivamente destinado a la liquidación de los judíos. Si bien todos los judíos, por el hecho de serlo, fueron víctimas del nazismo, no todas las víctimas del nazismo fueron judíos. Los campos existieron primero para terminar con comunistas, socialdemócratas y hasta la oposición interna en el partido. También murieron “arios”. Casi setenta mil alemanes murieron bajo los efectos del gas en los primeros campos de concentración. Los nazis asesinaron a una buena parte del clero polaco. Hubo víctimas protestantes, ortodoxas. La presunta superioridad aria no soportaba a los enfermos mentales, a los discapacitados, que también fueron víctimas tempranas; lo mismo que los homosexuales.
De modo que hay sobradas razones para rememorar el 8 de mayo; y sin embargo, este ejercicio banal de memoria parece estar circunscripto a un grupo cada vez más pequeño de sobrevivientes. Me pregunto, y llego otra vez al plano de mis dificultades íntimas, si no estaré solo en esta empresa. Seguramente no es así, pero me divierte la imagen: un solo hombre, muchos años después, haciendo memoria de millones de muertos. Me divierte la desproporción. Y por otra parte, no confío para nada en ese simplismo de la política “memoriosa”; sé que las buenas intenciones, o no tan buenas, son precarias, insuficientes para detener la marcha de las cosas, para evitar, como suele decirse, que se repitan. Toda Europa recordaba muy bien el espanto de la Primera Guerra cuando 20 años más tarde se volvía a lo mismo pero con una intensidad más asesina, si cabe. Quiero decir: la memoria no cura la crueldad, no limita la violencia. ¿Entonces por qué recordar? No tengo una respuesta acabada. Estoy en el terreno de mis dificultades íntimas; diría: hacer memoria por hacer memoria. Hacer memoria de lo particular, del detalle de una vida. Para mí, pues, es un modo de evocar a mis amigos, a mis padres y hermanos, y a los que entraban por miles en las cámaras de gas cantando Shemá Israel, La Internacional o rezando un Padre Nuestro, y también finalmente, un modo de evocarme yo mismo.

* Docente y escritor. Sobreviviente de Auschwitz.

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