CONTRATAPA
Veinte años después
› Por Rodrigo Fresán
UNO Veinte años después es el título de una de las varias secuelas mosqueteriles de Alejandro Dumas donde el lector vuelve a encontrarse con ese ejemplo de sincronicidad amistoso/aventurera que es el vínculo entre D’Artagnan (ya no tan joven) y sus amigos (todavía más viejos). Me acuerdo que cuando mi biblioteca era más chica, a mí Dumas –con la excepción de El conde de Montecristo, no hay mejor trama que la trama de la venganza– no me interesaba tanto. Poca cosa en comparación con los spaghetti malayos de Emilio Salgari o los científicos cuerdos de Julio Verne. Dime qué leíste y te diré en qué te convertiste y un poco –mucho– de eso habla el español Fernando Savater en la reciente reedición de uno de sus mejores libros: La infancia recuperada. Pero bueno, recuerdo que finalmente -mientras buscaba desesperado el inhallable Los dos tigres donde Sandokán luchaba contra su archienemigo cuyo nombre no recuerdo– me subí al caballo de los cuatro espadachines de Dumas y no estaba tan mal y, sin embargo, lo que más recuerdo de todo aquello es ese título. Veinte años después. No me acuerdo mucho de mí entonces; pero sí me acuerdo a la perfección, como si estuviera leyendo ahora al que yo era entonces, que al abrir Veinte años después fue una de las primeras veces en que pensé en el inapelable paso redoblado del tiempo. Me acuerdo que yo debía tener ocho años y de haber pensado en que yo, veinte años antes, no existía. Y que veinte años después era, para mí, una eternidad.
DOS Los relojes y los calendarios no aceleran, pero el tiempo corre cada vez más rápido. No es eso de tempus fugit. No, el fugitivo es uno. Y el tiempo –que nunca es suficiente– siempre te alcanza y así llegamos a un terrible momento de la vida en que uno se acuerda a la perfección en dónde estaba y qué estaba haciendo hace veinte años. Me acuerdo que hace veinte años yo esperaba el estreno de E.T. –la película de Steven Spielberg que acaba de relanzarse en el mundo entero como si se tratara de la segunda llegada del Mesías– y que el estreno llegó y que la verdad no me gustó tanto. Demasiado... tierna y, la verdad, a mí los extraterrestres me gustan malos porque si son buenos y superiores y no hacen nada por arreglarnos un poco la casa, la verdad que no me interesa mucho conocerlos porque se parecen demasiado a esos parientes ricos que se divierten con tus problemas. Y la verdad que E.T., como bicho, se me hizo francamente desagradable: una perversa cruza entre Bambi y Peter Lorre. Eran días extraños y se volvieron todavía más extraños cuando una inolvidable mañana de abril me desperté para descubrir que las Malvinas eran argentinas o algo por el estilo. Apenas uno o dos días atrás, yo había concurrido a Plaza de Mayo para recibir mi d’artagnanesco bautismo de fuego y gas lacrimógeno y ahora, de golpe, la Plaza de Mayo estaba llena de gente feliz y patriótica. Parecía como si hubieran pasado veinte años y fue ahí cuando me dije que –si los mosqueteros hubieran sido guardias del Virreynato del Río de la Plata o lo que fuera– la continuación de sus aventuras debería haberse titulado Una semana más tarde, porque en veinte años argentinos pasan demasiadas aventuras –y al mismo tiempo acá no pasó nada– como para que entren en un solo libro o en una sola película.
TRES Ayer vi a Duhalde en los noticieros españoles. Estaba en Ushuauaia y repartía medallas a los veteranos de una guerra todavía más estúpida de lo que suelen ser las guerras y la verdad que no sé decirles si hacía viento o no porque a Duhalde el peinado no se le movía un pelo. Particularidad de los políticos argentinos: nunca se les mueve un pelo. ¿Y no es un poco raro afirmar que las Malvinas son argentinas cuando la Argentina ya no es argentina? Ayer, también, volví a ver E.T.. Había cola para verla (ahí estaban todos los que la vieron, veinte años después y varios hijos mástarde) y mientras esperaba para entrar me dieron un volante donde se leía: “Fiesta Argentina en Barcelona: Vamos a hacer realidad tu sueño de... ¡¡¡Tomarte un Gancia Batido!!! No entendí. Yo hasta ahora nunca soñé con tomarme un Gancia Batido. Me pregunté qué tipo de persona –qué clase de argentino en España– podía soñar con eso. Se me ocurrió –paranoico– que podía tratarse de un dispositivo de Inmigración para fichar a gansos y a gancias sin papeles. Digo que volví a ver E.T.. La verdad que no sé muy bien por qué. La vida me ha enseñado que las cosas que no nos gustaron entonces difícilmente nos gusten ahora. Pero no la pasé tan mal. Y la verdad que tiene su gracia ver a la pequeña Drew Barrymore –congelada para siempre en su infancia de nena perfecta americana– sabiendo que en mucho menos de veinte años, enseguida después de que E.T. vuelva a casa, se convertirá en una perfecta reventada hollywoodense. E.T. –el adorable alien– me sigue pareciendo repugnante. Y su letanía/mantra de Phone Home, Phone Home ha adquirido la contundencia de uno de esos slogans que hacen historia e histeria. La guerra ahora es otra pero convengamos que Arafat y Sharon son personas tan desagradables como lo fueron en su momento la Thatcher y el Galtieri. Veinte años después, nuestro país –a diferencia del film de Spielberg– no ha sido restaurado, ni se le han agregado escenas, su banda sonora no ha sido remezclada y digitalizada, y los revólveres no han sido correcta y políticamente reemplazados por teléfonos móviles. Nuestro país es copia rayada de cine club. Pero ahí está y ahí sigue estando, veinte años después: un clásico de la no-ficción sin ciencia (seguro que sus camaradas no habrían vuelto a buscar a E.T. a las afueras de Rosario por miedo a que se los comieran; “uno para todos y todos para uno”, sí, pero tampoco somos estúpidos, se disculparían) cuya máxima habilidad reside en plantear, siempre y sin descanso, nuevos y novedosos y terribles giros en la misma trama de siempre. Y lo peor de todo: uno no se olvida de nada.
Así que volví a casa, encendí a Duhalde, cambié de canal para ver una vez más Sunset Boulevard –película sobre el tiempo perdido– e hice realidad mi sueño: me serví un Jack Daniel’s. Doble. Salud. Al gran pueblo argentino. Y después me senté esperar a que pasaran otros veinte años.
A ver qué pasa.