CONTRATAPA
Libritos
› Por Sandra Russo
“Tanto en el ámbito del conocimiento como en todo lo demás, se establece competencia entre grupos o sectores por lo que Heidegger llamó ‘la interpretación pública de la realidad’. De manera más o menos consciente, los grupos en conflicto pretenden imponer su interpretación de lo que las cosas fueron, son y serán.” Lo escribió el sociólogo norteamericano Robert Merton en su libro The Sociology of Science, y es como decir, entre muchas otras cosas, que la historia la escriben los que ganan. Merton se dedicó a insistir en que ese mundo aparentemente aséptico de la ciencia encubre, como casi todo, una lucha de poder. Pero la observación mertoniana con la que comienza esta nota sirve, esta vez y aquí, para enfocar este país y algunas de las extrañas cosas que suceden en él. Por ejemplo, que pese al tremendo descalabro de los sectores medios y al horizonte zigzagueante –por decir poco– que esos sectores adivinan para el futuro, este año apenas 4774 alumnos de escuelas privadas hayan sido inscriptos en escuelas públicas. Muchísimos más que esos 4774 chicos forman parte de hogares en los que diariamente se discute por dónde seguir recortando gastos, pero la educación aparece privilegiada, iluminada, protegida por un aura casi sagrada en esta sociedad sin ídolos.
El dato, en rigor, habla de una derrota ya consumada. Gran parte de esos hombres y mujeres que hoy aprietan los dientes y siguen pagando aranceles de lujo probablemente, antes de ser padres y madres, estaban convencidos de que sus hijos serían educados en escuelas públicas. La defensa de la educación pública formó siempre parte del equipaje honrado de la clase media. Aun habiendo sido ellos, nosotros mismos, tal vez, educados en escuelas privadas por familias que lograron ascender socialmente, en la defensa principista que esos sectores hacían de la escuela pública latía un recuerdo honesto sobre su origen y un deseo honesto lanzado hacia el futuro: gente que había tenido una oportunidad, soñaba un país con igualdad de oportunidades. La escuela pública era esencialmente eso, una señal de largada pareja, sin la cual la democracia era una palabra de diez letras muy útil para el Scrabble y poco más.
Mucha de esa gente siguió y sigue hoy defendiendo la escuela pública, pero una cosa son los principios y otra cosa muy distinta, los hijos. Los hijos cambiaron todo. A la hora de incribirlos en una escuela, no lo hicieron en la municipal de a la vuelta, sino en la bilingüe doble turno que les aseguraba, además, buen manejo de computación y, por qué no, un área creativa intensa. Para ese entonces estaba claro que este país no sólo no estaba destinado a la igualdad de oportunidades, sino que lentamente se convertía en el escenario de la más brutal inequidad. Querer proteger a los hijos del huracán que promete extenderse por varias generaciones no es vergonzoso ni vergonzante. Eso sí, duele. Duele que los propios hijos tengan que crecer competitivos, rendidores, eficaces, rápidos, ocupados, atentos. Duele prepararlos no para la vida sino para el combate. Y duele más todavía que deban hacerlo rodeados de otros chicos de sus mismas edades, nacidos con la marca de su futuro tatuada en negro.
Una encuesta de 1500 casos realizada en febrero por las empresa Analogías, a pedido de Ketchum Argentina sobre los nuevos modos de consumo en la crisis, dio por resultado que los sectores medios están propensos a reducir sus consumos (en este orden) de alimentos, de gaseosas y jugos, de indumentaria, de limpieza del hogar, de higiene personal y cosmética, de teléfono en el hogar, de teléfono celular, de servicios para el hogar... y recién entonces aparece, en esa lista maldita de ajuste doméstico, la educación y los cursos que hacen los miembros de la familia.
Los datos de la encuesta confirman los de la temperatura ambiente. La educación de los hijos es percibida como la última trinchera, la última bandera, el último escalón desde el que se puede seguir siendo quien uno es, toda vez que nosotros mismos somos al mismo tiempo la señal de que nuestros padres no se esforzaron en vano. Sociólogos del primer mundo como Pierre Bourdieu han analizado la institución escolar en sociedades como la francesa o la japonesa. La escuela distribuye bienes culturales que en realidad encubren, en esos países, una perpetuación de la estructura social. Las familias dominantes tienen, entre otras muchas estrategias de reproducción social, las educativas: sus vástagos son educados en instituciones selectivas de las que emergen nuevas clases dominantes. Lo curioso es que esos sociólogos analizan cómo circula, en esas sociedades, el “capital social heredado”, es decir, cómo una generación transmite a la otra algo de lo que ella misma ha gozado. Aquí no.
Aquí pasa algo bien distinto. Aquí nuestros padres nos ofrecieron una educación que permitió que sus propias expectativas culturales se realizaran una generación más tarde. Aquí no hubo “capital social heredado” sino un intenso deseo de capital cultural. Los abuelos analfabetos sospechaban, desde la neblina de sus carencias, que hacia allí había que ir: hacia la escuela. Buenos Aires es, en ese sentido, una ciudad desbordante de ese deseo encarnado en gente que valora, aprecia, disfruta, consume y genera bienes culturales, con una avidez que da cuenta de que esos bienes constituyen su propia identidad.
Parados arriba de un tobogán, hoy no estamos dispuestos a dejar deslizarse a los hijos al borde desde el que nosotros mismos trepamos desde chicos, porque fue contra cierta ley de gravedad social aparentemente universal que logramos subir, no a la cuatro por cuatro ni al penthouse, sino a un estado mental y espiritual que nos permite ser quienes somos, estos que adoramos comprarnos un librito o ir al cine o escuchar música. Ahí no pasarán.