CONTRATAPA
Premio Nobel con asado
› Por Leonardo Moledo
Tal vez esta historia resulte un poco exagerada por la emoción, tal vez las cosas que voy a contar no hayan sucedido así, pero la verdad es que yo nunca había visto a un Premio Nobel. Leído sí, admirado, visto en el bronce, en tumbas periféricas, en libros de historia de la ciencia. Pero visto de cerca, tocado, un Premio Nobel contante y sonante, jamás. Por eso, cuando en medio de la noche del domingo sonó el teléfono y me invitaron a un asado con S., Premio Nobel de Medicina (había secuenciado el genoma de un gusano, había estudiado las difíciles y deprimentes etapas de la apoptosis, la muerte celular programada), me entusiasmé y me embarqué en delirios de grandeza. Es verdad que me dijeron que podía hacerle una sola pregunta, una sola. ¿Qué pregunta podría hacerle? ¿Qué se le pregunta a un Premio Nobel? Me preocupó, pero... Darle la mano a un Premio Nobel, nada menos, quizá compartir la misma tira de asado, en una de esas roer el hueso que había dejado en su plato; quizá no hubiera, después, nada importante en mi vida, lo cual me entristeció.
En el lugar, una universidad que empieza con Q, apenas se aproximó el Premio Nobel, se escuchó un revoloteo de campanitas, una deliciosa música sacra... ¡y allí estaba!, radiante, hermoso, con la barba encanecida por la investigación científica y el gusano Caenorhabditis elegans, completamente secuenciado, rodeado por una multitud. Yo bebía sus palabras como si las hubieran dictado Copérnico, Galileo, Newton. Y es que estaba allí, haciéndome evocar los cientos de premios Nobel que en el mundo han sido: Einstein, Dirac, Heisenberg, Houssay, Romain Rolland, Sartre, Churchill... No sé si era exactamente así pero, bueno, yo estaba emocionado.
Nos sentamos a la mesa. Me pareció que el Premio Nobel no se tomaba la situación muy en serio: era un hombre ostensiblemente de izquierda, progresista, biológicamente comprometido en la lucha contra la libertad de mercado y la opresión en el tercer mundo, encantador, cordial y, por supuesto, estaba contento de haber conocido estas pampas y de compartir una comida folklórica con investigadores locales, periodistas de los grandes medios, obispos y sacerdotes de las jerarquías eclesiásticas, autoridades de la universidad, alumnos, jefes de trabajos prácticos, y hasta profesores titulares y jefes de laboratorio.
Trajeron una fabulosa fuente con chorizos. El Premio Nobel se sirvió uno con expresión absorta. “¿Qué era eso?”, se preguntaría; pero él había comido peces de las profundidades en el mar de la China, bollitos de arena cocinada al sol en los desiertos de Arabia, ají molido con insectos en México, y rocotos concentrados en Bolivia... ¿qué podía importarle ese curioso, ese informe producto culinario? No podía asombrarlo demasiado. Lo bombardeaban con preguntas. “¿La investigación es importante?”, preguntó una periodista, clavando en El sus grandes ojos.
El Premio Nobel pinchó su chorizo y lo blandió en el aire, como si fuera una bandera de la ciencia positiva, meditó un instante mientras el chorizo se balanceaba peligrosamente, creando una tensión insoportable, contestó: “¡Importantísima!”, y mordió. Un “¡ooohhhh!” de admiración se desprendió del público, que se quedó sin habla por un par de momentos ante la precisión y la solidez de la respuesta y el mordisco. Quizás exagere, quizá las cosas no hayan sucedido tal como las cuento.
Y luego empezaron a bombardearlo (o tal vez me pareció) con más preguntas: que si el genoma, que si la ciencia debía ser pública o privada, mientras el Premio Nobel luchaba con el chimichurri y ese tono rosado con salpicaduras verdes y azules, que pretende sintetizar en la comida nacional a unitarios y federales. Yo quise colar la pregunta que había preparado, pero alguien se me adelantó inquiriendo sobre la lucha entre el genoma público y el privado. La comida seguía llegando, pero no dejé de notar que a El le daban todas las achuras, pero que las costillas y el vacío se repartían por riguroso orden de jerarquías. El Premio Nobel disponía de una fuente entera de anheladas mollejas y sangrientas morcillas, en tanto que el resto debía contentarse con productos de inferior calidad. Quise insistir con mi pregunta, pero se me adelantaron otra vez: una chica joven le preguntó en qué estaba trabajando ahora. El contestó que no estaba trabajando sino conversando. De las filas de atrás alguien quiso saber si el genoma humano se había descifrado por completo. “No”, contestó el Premio Nobel, masticando una molleja. Volví a probar, pero el Premio Nobel estaba completamente concentrado en los chinchulines, tan semejantes a la doble hélice del ADN, hasta el punto de que perfectamente y basándonos en ese hecho podemos considerarnos un país privilegiado en el terreno de la biología molecular. Y seguía y seguía: la estructura de las proteínas, la paz mundial, el calentamiento global, la guerra de Irak, las películas de Tarantino, el gusto especial de la molleja, el origen y destino final del Universo, las relaciones interpersonales, la universidad inglesa –que, aparentemente, sostenía alguien, estaba demasiado atravesada por el sujeto–, los ovnis, la posmodernidad y su relación con la historiografía del siglo XVII y la manera en que el Imperio Mongol había afectado el orden feudal europeo en relación con la burguesía ascendente, mientras las morcillas chorreaban su sucinto y contundente relleno, mientras los huesos se acumulaban y un sutil reguero de grasa empezaba a empapar manteles, paredes y conciencias, adornadas por un vino generoso y telúrico. Una científica gigantesca, y con un asomo de bigote que le daba un aspecto feroz, le planteó una duda sobre la transcriptasa reversa... Ya todos habían preguntado, estaban mareados por el vino, algunos roncaban como los pretendientes de La Odisea. Entonces, sigilosamente, me acerqué al Premio Nobel y le lancé mi pregunta.
–¿Cómo le va?
Y él me contestó:
–Bien.