Jue 17.06.2004

CONTRATAPA

Que seis siglos no es nada

› Por Juan Gelman

En mayo pasado, ocho devotos de Shakespeare debatieron, en el teatro de Washington que lleva su nombre, en torno a La vida del rey Enrique V del gran dramaturgo y poeta inglés (The Washington Post, 18-5-04). La obra fue probablemente escrita hacia 1598 y versa, como es notorio, sobre la invasión de Francia que el monarca británico ejecutó en el año 1415. Esto nada tendría de particular si no fuera porque W. Bush invadió Irak en el 2003. Los ocho panelistas no pudieron evitar analogías: el padre de Enrique V había sido rey, como el padre de Bush fue presidente; ambos, Harry y W., asumieron el poder dejando atrás una juventud de desvarío y francachela; los dos se creen en comunicación con Dios; ambos se rodean de consejeros que apoyan con entusiasmo sus respectivas invasiones, el mandatario estadounidense de neoconservadores –Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz et al–, el soberano del siglo XV del arzobispo de Canterbury, el obispo de Ely y otros “teoconservadores”, como los bautizara el periodista del New York Times David Brooks.
El debate se centró en un asunto de fondo: la invasión de Francia –por ende, la de Irak–, ¿fue una elección consciente o un producto de la necesidad? Las opiniones se dividieron. Hubo quien recordó el consejo que un agonizante Enrique IV da a su hijo, el futuro Enrique V (cuarto acto, escena V): “Harry mío, tu política ha de consistir en ocupar a los espíritus inquietos en contiendas extranjeras” para llevar a otros carriles el descontento interno. Otro subrayó que una guerra desatada por elección no puede ser moral. No faltó un entusiasta busheano para afirmar que la guerra de independencia de EE.UU. fue por elección. Alguien le respondió que no sabía que Irak colonizaba a EE.UU. y le cobraba pesados impuestos. Se tocó la cuestión del trato a los prisioneros de guerra, pero nadie mencionó que las leyes de la caballería prohibían torturarlos en la época de Enrique V, tal como las convenciones de Ginebra lo prohíben en la era W. Bush. Pero es verdad que los dos invadieron países extranjeros por elección consciente –para anexarse a Francia uno, para dominar el Medio Oriente y su petróleo el otro– y que se asemejan en voluntad belicista. Enrique V exclama en la escena III del tercer acto: “¿Qué me importa si la guerra impía, envuelta en llamas, como el príncipe de los diablos, ennegrecida por la pólvora, lleva a cabo todos los actos crueles de la ruina y la desolación?”. Bush se autobautiza “presidente de guerra” y si viera la obra –aunque no hay constancias de que frecuente el teatro– sin duda la aplaudiría con suma aprobación.
Los panelistas tampoco abordaron un tema de no poca importancia: la suerte que corren las tropas invasoras, para no hablar de las poblaciones invadidas. ¡Y que no esté ahora en una taberna de Londres! Daría toda la fama por un jarro de cerveza y mi seguridad”, dice un paje de Shakespeare a punto de entrar en combate (tercer acto, escena II). “Ya tuve suficiente, es hora de volver a casa”, reclama en carta a su familia Joe Cruz, 18 años, de la 2ª brigada de la 3ª división de infantería estadounidense estacionada en Faluja (“Information Clearing House”, 23-6-03). “No cuento con una vida de recambio”, se apena Nym en la misma escena de Enrique V. No contaban con ella los más de 800 militares estadounidenses que perdieron la vida en Irak. Y luego: al 16 de mayo de 2004, según el muy oficial Departamento de Veteranos, unos 22.000 efectivos que retornaron de Afganistán e Irak heridos y/o enfermos han solicitado la asistencia médica que les es debida. Deben esperar un promedio de 171 días hasta que se reconozca su situación y la reciban.
Las complicaciones del regreso no terminan ahí, Irak se prolonga en EE.UU., la readaptación a la vida civil es difícil para muchos. El soldado Jeremy Seely se suicidó con veneno en un cuarto de hotel; el sargento James K. Pitts ahogó a su mujer en la bañadera; la Miles Foundation de Connecticut, que registra la violencia doméstica y las violaciones en las familias de militares, informa que los casos se han octuplicado desde las invasiones: antes del 11/9 recibían un promedio de 75 denuncias por mes, ahora 150 por semana (“Veterans for Common Sense”, 6-1-04). Y convivir con los fantasmas es cosa seria. “No tuve problemas cuando hubo que disparar a gente que no estaba de uniforme, apreté el gatillo y ya... Si estaba allí, era el enemigo, de uniforme o no”, contó al Evening Standard de Londres el cabo Michael Richardson, también estacionado en las cercanías de Faluja. Pero: “De noche —confesó— uno piensa en todos los que mató. Eso nunca se va de la cabeza. No hay manera de olvidarlo”. Tal vez por esa razón, Corey Small, 20 años, llamó desde Irak a su familia, colgó y se pegó un tiro delante de la fila de soldados que esperaban usar el teléfono aún caliente de alguna despedida (Smh.com.au, 15-10-3).
Dice en Enrique V el soldado británico Michael Williams en vísperas del combate de Agincourt: “Si su causa no es buena, el rey mismo tendrá una terrible cuenta que rendir cuando estas piernas, estos brazos, estas cabezas, cercenados en la batalla, se reúnan el día del Juicio final y griten juntos: ‘Nosotros sucumbimos en tal lugar; unos, blasfemando; otros, llamando a un cirujano; otros, llorando por sus mujeres, que dejaron en la pobreza; éstos, lamentándose de las deudas por satisfacer; aquéllos, de sus hijos, abandonados sin socorro’”. Enrique V no pagó esa cuenta. Tal vez tenga que hacerlo George II.

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