Jue 03.01.2002

CONTRATAPA

Los muchachos

Por Antonio Dal Masetto

Me gustaría asistir alguna vez a una de las reuniones de los “muchachos piolas” que manejan las cosas del país (políticos, funcionarios, banqueros, toda esa gente). Me gustaría ver cómo se manejan, qué discuten, la terminología, las diferencias, las coincidencias. Pero lamentablemente no tengo ninguna chance, no soy más que un ciudadano común, no soy amigo de nadie influyente, así que lo único que me queda, a manera de compensación, es aceptar la invitación de un viejo conocido (de oficio expropiador habilidoso), a un congreso de los “muchachos rápidos” del barrio, que se lleva a cabo este sábado en el salón de fiestas Las Margaritas. En la puerta de entrada nos advierten: “Buenas noches, señores, les recuerdo la regla de oro: entre nosotros, no, entre nosotros, respeto”. Mi acompañante dice que por supuesto. Adentro me presenta a media docena de colegas y todos me dan la mano calurosamente y me palmean con mucho entusiasmo. Casi inmediatamente me doy cuenta de que ya no tengo el reloj. ¿Se me habrá caído al piso? Lo busco entre las piernas de los concurrentes pero no lo encuentro. A partir de ahí me divido entre la preocupación por el reloj y el interés por el lugar y su fauna. Algunos se vinieron con la ropa de trabajo y puedo reconocer a los más finos porque usan guantes blancos. Otros, los más proleta, están con gorra y antifaz. Se hace silencio y el presidente sube al estrado. Detrás de él, en la pared, hay una pintura de San Dimas, el ladrón bueno del Calvario, santo patrono de los chorros. El presi pide un minuto de silencio por los compañeros que están guardados. ¿Y mi relojito? Inmediatamente empiezan las ponencias. Advierto que hay varias líneas. Los independentistas, los autóctonos, los repentistas, los ortodoxos, los pragmáticos, los románticos y los internacionalistas. El primer choque es entre los independentistas y los ortodoxos. “Todos los días nace un gil y el que lo agarra es de él, los tipos que yo choreo son de mi exclusiva propiedad”, sostiene el portavoz de los primeros. “No, señor, los choreables son de todos, pertenecen a la hermandad”, retrucan los ortodoxos. Me dirijo a mi vecino en voz baja: “¿No habrá visto un relojito por casualidad?, de esos con agujas”. Sigue una intervención de los románticos quienes proponen robar en los barrios ricos y no en los pobres, en las iglesias ostentosas y no en las humildes, respetar a los indefensos, a las viejitas y a los chicos. El rechazo es casi unánime y desde todos los ángulos los abuchean: “Eso es desviacionismo nihilista”. Una voz les grita: “Comprate una pilcha como la gente, ratón”. En efecto los románticos no tienen buen aspecto y además son una insignificante minoría, suman nada más que tres, dos viejos y otro de mediana edad, deben ser parientes porque se parecen, a mí me caen simpáticos, es una lástima que no tengan éxito. ¿Dónde habrá ido a parar mi reloj? Aprovecho una pausa y vuelvo a preguntar, esta vez en voz alta: “¿Alguien vio un relojito con malla de cuero negra?”. Sigue una escaramuza entre la rama femenina, aunque las presentes no son rochas, sino esposas de los rochos, y durante un rato se agarran con ganas y los términos que usan son del tipo soplona, batidora, mechera, choriza, esposa de ladrón de gallinas. Una mujer joven, que está sola, saca pecho (tiene con qué hacerlo) y las mira con desprecio: “Yo soy ladrona por mí misma, no por ser la mujer de nadie, lo único que ustedes han sabido robar en su vida es lo que está en los bolsillos de sus maridos”. La voz del presi en el micrófono: “Señoras, tengan calma, dejen explayarse a los expositores”. Grito: “¿Alguien vio un relojito rectangular con correa de cuero negra, cuadrante también negro y agujas blancas?”. La confrontación más dura es la que se produce entre los internacionalistas y los autóctonos. Los primeros proponen conectarse con la gente de Chicago, concretamente con la familia Luciano, y traer un equipo de especialistas para que los organicen y los pongan al día sobre las nuevas técnicas: “Necesitamos asesoramiento de la gente que sabe, ellos son del Primer Mundo, tienen toda la tecnología”. La línea autóctona se opone: “Absolutamente peligroso, los únicos que tienen que robar acá somos nosotros, esto es nuestro, estos giles son nuestros giles, estamos en condiciones de robar tan bien como cualquiera, y no hay razón para entregarle nuestro rico patrimonio a ningún extranjero, porque si llegan a meter mano, después ¿quién le saca la parte?”. “Pero esto es desconfiar de gente de la profesión”. La pelea es ardua. Voz del presidente: “Señores, les recuerdo al Martín Fierro: los hermanos sean unidos”. Trato una vez más de hacerme escuchar y levanto la mano pidiendo la palabra: “Disculpen, sé que soy un poco inoportuno, no quisiera interrumpir las ponencias, pero alguien me madrugó de entrada y desearía recuperar mi reloj, es un reloj chiquito, correíta de cuero negra, hace rato que lo vengo reclamando y nadie me da bolilla, y ya que el señor presidente nombró a Martín Fierro quiero citar lo que dicen los paisanos de mis pagos, los gauchos de la pampa, en situaciones como ésta: sí, sí, acá todos somos muy honrados pero el poncho no aparece”.

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