Mié 25.08.2004

CONTRATAPA

Entre Amalita y las retenciones

› Por Por Alberto Ferrari Etcheberry

Por Alberto Ferrari Etcheberry

Hace unos días, Daniel Marx (“funcionario clave de Alfonsín, Menem y De la Rúa” en la negociación de la deuda externa) declaraba a Página/12: “Sube el petróleo, y en respuesta (el Gobierno) decide elevar las retenciones”. Y agregaba: “En los países donde el petróleo es explotado por compañías privadas, no hay retenciones (a las exportaciones)”.
Uno piensa en los principales países exportadores. Pero son todos monoproductores. Allí, precios y producción están regulados por los gobiernos a través de la OPEP. ¿Qué sentido tendrían las retenciones en Qatar, los Emiratos o Arabia Saudita? De todos modos, hablemos de la Argentina: de nuestras “retenciones”.
Las retenciones son un impuesto a la exportación de carácter nacional, según el artículo cuarto de la Constitución de 1853/60. Está vigente, o sea que legalmente no hay nada nuevo ni objetable. Y tampoco son nuevas como política económica. Mal que les pese a los falsificadores de la historia salidos del CEMA, de FIEL y anexos, en la Argentina liberal de los ganados y las mieses ya existían impuestos a las exportaciones. Nada menos que Federico Pinedo, el más serio de los liberales criollos (es penoso compararlo con epígonos y descendientes), defendía su procedencia y su justicia. Pinedo recordaba que también opinaba así el maestro del librecambismo argentino, Juan B. Justo. Vale la pena traer el fundamento: los derechos a las exportaciones de carnes y granos son una forma equitativa de gravar a los dueños de la tierra, en un país en que la clase rica no paga impuestos. Ese es el argumento número uno.
Con el crack del ’30 y la quiebra del comercio internacional los conservadores trajeron lo que se llamaba “moderna concepción de la economía dirigida”: el control de cambios, el impuesto a los réditos, las juntas reguladoras de la producción, el tratado de sujeción a Londres y a los frigoríficos, la socialización de las deudas de bancos y terratenientes, asumidas por el Estado. Los impuestos a la exportación perdieron sentido ante los nuevos instrumentos. Y siguieron fuera de la agenda con Perón, se acepte o no que se dio vuelta el “estatuto legal del coloniaje” (como decía Arturo Jauretche), ya con el IAPI como exportador único o con el sistema de cambios múltiples.
Derrocado Perón, el gobierno militar unifica los tipos de cambio con una fuerte devaluación del peso. En líneas generales, el treinta por ciento. El 27 de octubre de 1955 el presidente de facto general Eduardo Lonardi dicta el decreto 2002 que ordena que “al procederse a la liquidación de las divisas provenientes de las exportaciones los bancos... retendrán hasta el 25 por ciento” y “que la retención se destinaría”, entre otras obligaciones del fisco, “al pago de subsidios de carácter social”. Refrendan el decreto los ministros Folcini, Bunge, Alsogaray y Mercier, todos inobjetables para el liberalismo vernáculo, quienes justifican el retorno con un fundamento distinto al de Pinedo: se ha dispuesto un acto de gobierno, esto es, la devaluación, “que ha de repercutir en las relaciones entre los distintos sectores de la economía”, por lo que “se debe atenuar los efectos de un impacto demasiado brusco”. En concreto, limitar el encarecimiento de los alimentos, atados a los precios de la exportación ahora incrementados por la decisión del Estado. Ese es argumento número dos.
A partir de allí las retenciones fueron el nombre de los impuestos a la exportación. Su magnitud siguió los vaivenes del tipo de cambio. “Las devaluaciones compensadas” significaban, como en 1955, fijación de retenciones.
Volvamos a la concreta Argentina de hoy, a partir del argumento número dos, el de los liberales de 1955: evitar un “impacto brusco sobre los otros sectores de la economía” cuando un acto del Estado, la devaluación, enriquece a los exportadores. La de entonces fue del 30 por ciento. La de ahora, del 200 por ciento. El “impacto absolutamente brusco” ahora no es sólo sobre los alimentos sino también sobre los derivados del petróleo, privatizado y extranjerizado por la corrupción cavallo-menemista. Deberían decir los liberales de 1955 a sus epígonos: se impone establecer retenciones.
Y ahora el argumento número uno, el de Pinedo: la clase rica no paga impuestos. La carga impositiva argentina es más o menos la mitad de la brasileña y se asienta en el impuesto al consumo, el IVA, el más regresivo, con un porcentual inexistente “en los países donde el petróleo es explotado por compañías privadas” y en cualquier otro. La recaudación de ganancias y del impuesto al patrimonio son propias del cuarto mundo. No se grava la especulación financiera. El sistema es un paraíso para las elusiones, o sea las evasiones “legales”, del impuesto, con sus actos y sujetos no gravados y las exenciones generales y especiales.
Hace dos años, Página/12 denunció, y se probó en un informe pedido y recibido por el entonces presidente Eduardo Duhalde, que el oligopolio exportador de granos y aceites había “privatizado” en su favor alrededor de 300 o 400 millones de dólares de las retenciones impuestas, mal y tardíamente, para evitar “el impacto brusco” de la devaluación. El oligopolio embolsó lo que los productores pagaron mientras sus entidades callaban, reservando sus protestas contra las retenciones supuestamente “distorsivas”.
Hoy estamos por presenciar otra elusión por un monto similar con motivo de la anunciada venta del paquete accionario de Loma Negra por mil millones de dólares. En 1991, un mundialmente inédito decreto de Cavallo, ratificado por ley y aún vigente, liberó de todo pago a las personas físicas por toda ganancia derivada de las ventas de acciones. O sea que si se vende Loma Negra (o Terrabusi, o cualquier otra empresa, de activos ya amortizados varias veces), la diferencia ajustada entre precios de compra y de venta es ganancia del propietario vendedor que paga impuestos. En esos casos, seguramente al máximo de la escala. Lo mismo le pasaría al papá de Manolito si vendiera su almacén. Pero si la misma empresa está organizada como sociedad anónima y los accionistas la venden por la vía de transferir las acciones provocando el mismo resultado y embolsando los mismos millones, el mago Cavallo dispuso, y hasta hoy se le hizo la venia, que el propietario no paga nada. Tal vez porque el papá de Manolito nunca iba a poner el almacén a nombre de una sociedad anónima. (Conviene aclarar que Cavallo no fue tan elemental: este aberrante regalo fue el dulce para que nuestra burguesía “nacional” encontrara tentador extranjerizar sus activos.)
Una pérdida para el fisco de 300 millones de dólares, o sea 900 millones de pesos, significa 6 millones de planes Jefas y Jefes de Hogar. Como diría Pinedo, está demostrado que la clase rica no paga impuestos. Entonces las retenciones parecen un justo sucedáneo. Justo y, sobre todo, necesario.

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