Jue 26.08.2004

CONTRATAPA

Los 90 de Cortázar

Por Leandro Despouy *

Hace exactamente 90 años que Julio Cortázar nació en Bruselas. Yo lo conocí justo allí cuando él tenía 60, en enero del ’75. Era miembro del Tribunal Russell, que era el único tribunal de los pueblos que se había creado para entonces y ya gozaba de un gran prestigio, sobre todo a raíz de las contundentes denuncias sobre las atrocidades cometidas en Vietnam y por lo que estaba sucediendo en América Latina. Además, se lo identificaba con el nombre de su fundador, el célebre filósofo y matemático británico y Premio Nobel de la paz Bertrand Russell.
Pocos días antes yo había llegado a París como exiliado. Allí recibí el apoyo de un grupo de intelectuales y artistas latinoamericanos –entre los cuales recuerdo a Julio Le Parc, Antonio Seguí, Ricardo Carpani, Graciela Martínez, Jorge Perié–, quienes de inmediato me propusieron que presentase mi testimonio ante el Tribunal. Habían formado un comité de solidaridad con la Argentina y antes habían combatido duramente las dictaduras de Juan Carlos Onganía, Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse. Cuando los vi por primera vez se estaban organizado para denunciar la campaña de intimidación y los crímenes de la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina que dirigía José López Rega. Yo había sido víctima de un atentado suyo.
Cortázar me recibió con afecto, junto con Gabriel García Márquez, logró que el presidente del tribunal, Lelio Basso, incluyera a la Argentina en el temario. Cuando terminé mi relato, Cortázar se levantó de su banca de juez, descendió de la tribuna y desde el micrófono destinado a las preguntas del público dijo, compungido, que hacía suyo el testimonio que acababa de escuchar. Después lanzó una dramática advertencia a la opinión pública internacional, “frente a las tétricas perspectivas que ensombrecían el futuro inmediato de mi patria”.
Cortázar era entonces uno de los escritores latinoamericanos más famosos. Nos encandilaba su prosa urbana. Rayuela envolvía la íntima ceremonia de nuestros encuentros amorosos.
Su compromiso como hombre, sumado a esa peculiar expresión de eterna juventud que traducía su semblante, lo transformaban en una personalidad sumamente atractiva para la prensa internacional. Por esta razón mi testimonio tuvo un impacto superior al esperado, al extremo de que el jurado pidió su ampliación para el día siguiente. Ello posibilitó un mayor acercamiento a Julio que, junto a las intérpretes del Tribunal, cubrieron mis gastos de alojamiento.
Cortázar sentía por Argentina un afecto inmenso, sólo comparable a la nostalgia que le provocaban sus largos años de exilio, voluntario al comienzo, forzado después. Recuerdo la pena con que contaba el frustrado intento de encontrarse con su madre en Brasil y las amenazas que lo obligaron a abandonar ese país pocas horas después de su llegada. Le encantaba hablar con sus compatriotas, pedía que le contaran cómo estaba Banfield, Avellaneda, el Parque Lezama.
Aquella noche, mientras caminábamos por la Grand Place me iba contando la historia de algunos de sus bares que habían sido frecuentados Marx, Engels y otros personajes del siglo XIX. Pero cuando nos disponíamos a tomar una de las pequeñas calles peatonales que circundan la plaza escuchamos un grito, no muy lejos de nosotros, que en forma aparatosa reiteraba la palabra “perdido”.
–No te des vuelta –me dijo–, seguramente se trata de algún argentino que me ha reconocido.
Seguimos caminando rumbo al restaurante donde nos esperaban cuando volvimos a escuchar el alarido, esta vez precedido de un insulto. Intrigados, nos dimos vuelta y vimos con sorpresa a un muchacho de unos 25 años que en forma desesperada trataba de incultos a los belgas por no hablar el español y por no socorrer a una persona extraviada.
–Mirá, mirá bien, sólo uno de los nuestros puede hacer semejante papelón –dijo Julio–. Y lo peor es que no lo vive así. Directamente no le importa... Ay, Leandro, los argentinos sorprendemos al mundo por la facilidad con que pasamos de lo sublime a lo grotesco.
Se acercó un mozo español:
–Oye chaval, si te comportas así te van a tomar por un loco. Deja ya de gritar y dime en qué tour has llegado.
Nos acercamos; el muchacho era, curiosamente, de Avellaneda y de inmediato entabló con Julio un intenso diálogo que se mantuvo hasta que el español regresó y le dijo que su hotel estaba a sólo dos cuadras de allí. Decidimos acompañarlo. Cuando llegamos, en la planta baja del hotel estaban reunidos todos los integrantes del tour que ya habían pasado más de una hora de espera, inquietos y fastidiados, sin poder salir a cenar.
Lo vieron entrar y de inmediato el guía se abalanzó sobre él. Serenamente, nuestro “encontrado” dio unos pasos hasta instalarse en medio de la concurrencia y con soberana dignidad los interpeló: “¡Oigan!”. Y les contó con quién estaba. Esa noche Julio firmó una treintena de autógrafos. Estaba contento. Recuerdo aún que al irnos me dijo con resignación y un dejo de complicidad:
–Qué duda te cabe de que somos argentinos.

* Presidente de la Auditoría General de la Nación.

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